Opinión

El ancestral espíritu rebelde que esparcía las fauces del infierno

Tras el abandono ineludible de la mayor parte de los enclaves americanos en los inicios del siglo XIX, Cuba se convirtió en la perla de las exiguas pertenencias imperiales españolas en ultramar. Lo cierto es, que el emblema insignia daba señales de malestar dentro de la organización jurídica, al menos, desde transcurrido el primer tercio de dicho siglo. Por otra parte, la ocupación de La Habana por los ingleses y la resultante política económica de libre comercio, determinaron un paisaje aleatorio que condujo a las familias azucareras a modular algunas coyunturas alternativas a las políticas aplicadas por los peninsulares por medio del gobierno colonial.

Además, la ‘Guerra de los Diez Años’ (1868-1878) era la evidencia de la insatisfacción reinante en la isla y reveló que la carencia de reformas moderadas generaba disputas abiertas de signo radical. A la par, la Restauración Borbónica hubo de capotear cuatro años de intensa lucha en la mayor de las Antillas antes de que se extinguiera en 1878 con la ‘Paz de Zanjón’. Si bien, el escenario era todavía más espinoso, porque la ‘Tercera Guerra Carlista’ (1872-1876) arrasaba parte de España y, a su vez, los destellos del republicanismo federalista enardecieron la ‘Guerra Cantonal’ (1873-1874). Hubo una etapa en la que los hispanos soportaban dos guerras civiles y una tercera contienda civil-colonial al otro lado de las aguas del Atlántico.

A pesar del cuadro ilustrado por momentos irresoluto, el régimen de la Restauración proporcionó estabilidad a una nación conocida por sus vaivenes políticos, mayormente, por la potestad que se le confirió a la institución castrense que mantenía la imagen del rey-soldado como uno de sus contrafuertes.

Esta autonomía es la que deslinda, al menos, en alguna proporción, el fiasco concretado en las tentativas modernizadoras del Ejército, achacable a que la mayor cuantía del presupuesto militar se designaba a sufragar las pagas de la voluminosísima nómina de los oficiales. La ramificación de todo ello aparejaba la suma de soldados a penas preparados y mal equipados, dispuestos por oficiales prácticamente sujetos a los manuales tradicionales de cómo hacer la guerra y habitualmente agotados por lo enrevesado de las escalas.

La magnitud de la postergación habida en el Ejército, no solo a nivel tecnológico, sino organizativo y de infraestructuras estratégicas o básicas, radicó visiblemente en el alcance inmediato de poco más o menos, el conjunto poblacional en las guerras civiles y sublevaciones ultramarinas: ante la laguna del componente cualitativo, las Fuerzas Armadas se distinguieron por encapricharse en subsanar lo anterior con números elevados de tropas que poseían familias, trascendiendo para mal en los hogares españoles con los sucesivos conflictos que afloraban. Obviamente, la cadena de enfrentamientos no hizo sino multiplicar la inercia imperante del descontento popular.

Este Ejército, a las claras incompetente para operaciones exteriores de calado, había de ser destinado a sofocar las amenazas internas. De ahí, que se empleara como fuerza policial más que propiamente como militar. Su labor como instrumento moderador exhibía amplias cotas de fricción entre los cuadros de mando y el resentimiento era marcado en las esferas castrenses.

Es más, una notable porción de la oficialidad perturbada ante el menester de servirse del pueblo en armas contra el pueblo llano, era conocedor del enorme daño que ello hacía y de las abundantísimas corazas de antimilitarismo que podía causar. A ello hay que añadir, que las guerras civiles y los descalabros coloniales cosechados, que de una u otra manera salpicaban a los ciudadanos, compusieron un sentimiento de pacifismo pragmático que crispó a la oficialidad.

Como es sabido, en 1895, saltó por los aires la Guerra de Independencia cubana, la falta de perspectivas que los grupos oligárquicos isleños hallaron dentro del programa estatal español enardeció una nueva complejidad belicosa. Asimismo, las amargas acciones militares en la Campaña de Melilla en 1893 hicieron caer la balanza y reavivaron el levantamiento cubano, pues se requirieron casi dos meses para incorporar una fuerza expedicionaria de siete mil hombres y enviarla a través del mar de Alborán. Sin inmiscuir, las muchas dificultades y anomalías en logística, intendencia y sanidad que fueron ostensibles.

“El Rif levantisco e insurgente sirvió de aguijón para alzarse en pie de guerra contra las Fuerzas Coloniales de España y no cabía sentir condescendencia alguna, ni por ese componente infrahumano, ni por aquellos que lo alentaban hasta la muerte”

Esta radiografía permite deducir la ingente cantidad de individuos militarizados que hubo de ser retornado a la Península con indudables secuelas físicas, sin entrar a evaluar las de carácter emocional. Existen pruebas fehacientes de lugares repartidos por la geografía española que echaron mano de la asistencia caritativa tras la llegada de los vencidos, para al menos desahogar a familias que habían perdido a alguno de sus miembros.

De cualquier modo, las penurias organizativas y materiales del Ejército, fruto de la delicada situación económica del país y de la inexistencia de reformas de envergadura en la institución castrense, se hicieron incuestionables para propios y extraños de lo que estaría por llegar en las inhóspitas tierras africanas.

Hay que recordar al respecto, que el sistema de leva se asentaba en las quintas mediante el sorteo de un cupo determinado de jóvenes al cumplir la edad estipulada para servir en la milicia. Aparte de las exclusiones en base a causas físicas y familiares, concurrían dos procedimientos vigentes para eludir el reclutamiento: la redención en metálico y la sustitución. Estos dos marcos legales otorgaban a los que disponían de más recursos económicos sortear acudir a la guerra, con lo que los hijos de los más desfavorecidos estaban llamados a defender contra viento y marea a la madre patria. Y como era de esperar, este impuesto de sangre se convertía en un inmutable motor de despecho social y argumento de desorientación y abatimiento de las tropas.

A ello se aunaban las inadecuadas infraestructuras militares que hacían que el registro de mortandad entre la tropa, tanto en tiempo de paz como especialmente en guerra, adquiriese cifras altísimas. Fijémonos en los siguientes datos que reflejan lo expuesto: en los preludios del siglo XX, unos mil soldados fallecían cada año mientras prestaban el servicio militar, y cinco veces más quedaban totalmente imposibilitados por accidente o algún padecimiento grave.

Por último, ha de valorarse el adiestramiento insignificante, como el defectuoso material bélico, las limitaciones logísticas y de intendencia y el analfabetismo inextinguible. Todo esto originó que cientos por miles de convocados a filas sin el menor ideal y la más mínima atracción, marcharan al campo de batalla y algunos inconfundibles con planes proverbiales de hostigamiento, como los que se encontrarían en el septentrión marroquí con las fuerzas tribales rifeñas como protagonistas.

Dicho esto que ha de servir para desgranar sucintamente el origen de la resistencia popular a los episodios coloniales en el norte de África, este es el punto de partida para percatarse de la zozobra inseparable de la angustia que sentían las clases populares cuando el mozo alcanzaba la edad de quintas.

Me refiero en muchos casos a un miedo aterrador ante la pérdida o inutilidad de un ser querido. Ello puede rotular la efervescencia y preocupación por las empresas militares que irremediablemente arrojaba un número considerable de extintos. Por ello, nada más emprenderse la Campaña de Melilla, el ‘Desastre del Barranco del Lobo’ (27/VII/1909) estremeció a la opinión pública, que solo una década más tarde del revés cosechado en el Caribe y Filipinas, entreveía, una vez más, los mortíferos efectos del impuesto de sangre.

Simultáneamente, el pequeño resquicio de avivar el nacionalismo divulgado en la propaganda de corte patriótico o en las evasivas al deber y el honor, ni mucho menos favorecieron para forjar un proyecto nacional del que gloriarse.

Más bien aconteció lo inverso, porque España pasaba de ser una potencia hegemónica con incontrastables heridas abiertas, a un país cerrado con sus archipiélagos anexos, que para mayor incomodidad habría de desafiar los nacionalismos periféricos incipientes. En cambio, las clases acomodadas eran, probablemente, las que mayores cotas de identidad nacional mantenían y avalaban un trazado imperial, pero al mismo tiempo, serían las primeras en boicotear que sus hijos sirviesen en el Ejército.

Por tanto, me estoy refiriendo a un nacionalismo de corte puramente discursivo que no hacía sino destapar lo improcedente y caprichoso de la realidad de los hijos del campo y proletariado, que a todas luces probaba el lamentable estado del mozo consagrado a Marruecos.

Tales eran los sobresaltos de los jóvenes que se aproximaban a la edad de quintas, que se valían de cualquier artimaña para escurrirse. Así, los ayuntamientos y familias falsificaban los padrones o engatusaban a alguien con el soborno, incluso había quienes estaban interesados en perder peso por debajo de los 50 kilos para eludirlo por extrema delgadez, aunque a partir de 1912 se descartó la exención y con ella las dietas preliminares; o autolesionarse, como romperse un brazo o una pierna para alegar un defecto físico. Al igual que se apelaba a los medios legales de exención y se ofrecían sustitutos que no correspondían con los requerimientos estipulados.

Esto denota que la institución castrense comprendía a la perfección que servir en el Batallón Disciplinario de Melilla, tomándolo como uno de tantos ejemplos, en muchas ocasiones significaba un suplicio escondido para desertores, prófugos o reclusos, hasta entenderse mejor la depresión moral a la que estaban sometidos en su travesía al continente africano.

Ante lo visto, parece obvio indicar que el voluntariado, en especial, en secuencias bélicas, no revistió demasiada importancia. Realmente, en todo momento estuvo falto y únicamente en intervalos puntuales hubo algún repunte en las reseñas.


Como ya se ha planteado, las elevadas tasas de mortalidad en tiempo de paz y, sobre todo, en los períodos de guerra, o los interminables conflictos bélicos en los que España se vio involucrada, fusionado a las desfavorables condiciones de vida en el Ejército, los mínimos incentivos económicos y la perpetuidad del servicio militar, hablan por sí solos de la poca disposición para afiliarse de manera voluntaria a filas.

Sin embargo, no todo iban a ser referencias contradictorias, cuando el general Agustín de Luque y Coca (1850-1935) al hacerse cargo de la cartera de Guerra en 1912, activó otra ley de Reclutamiento, transitando a un servicio militar universal que desterraba las exenciones económicas de la sustitución y redención en metálico.

Gracias a ello, tres años después del comienzo de las Campañas de Marruecos y de los clamores populares en contra de la remesa de soldados a un teatro de operaciones extremadamente duro, ya era una certeza que defendiesen una misma bandera burgueses, proletarios, terratenientes, braceros, universitarios o pescadores. Amén, que esta ley continuaba enmascarando una escapatoria para los acaudalados, o lo que es igual, la cuota. Su desembolso comprimía drásticamente el tiempo de servicio y garantizaba no ser consignado ante un enemigo temible y forjado sobre el inhóspito suelo africano.

Hubo que aguardar al golpe que supuso el Desastre de Anual (22-VII-1921/9-VIII-1921) con su consecuente acto de caótica huida, o a la pérdida de prácticamente lo conquistado desde 1909, o tener alrededor a medio millar de soldados españoles a merced de los rifeños y observar las ejecuciones en las posiciones asediadas.

Va a ser a partir de este momento cuando las tropas españolas apenas fogueadas, se verán las caras a manos de las harcas rifeñas con movilidad superlativa, aunque a nadie se le escapa que las prerrogativas a las que podían acceder los hijos de las clases altas no estaban al alcance de cualquiera. Otra cosa bien diferente debió ser la acogida que depararon a los recién venidos sus camaradas de quinta de procedencia humilde.

Aquellos que arrastraban meses combatiendo y resistiendo las penalidades de las campañas norteafricanas, el resentimiento de estos ante la recalada de los supuestos señoritos debió ser como el agua calmando la sed del ardiente sol africano. Aunque, en la teoría se originaba un avance a la democratización de las Fuerzas Armadas, la práctica deparaba el arraigo de medios falaces para salirse por la tangente del enganche.

Los reconocimientos médicos junto a los sobornos se convirtieron en un as bajo la manga para los más reacios a alistarse, regularmente, aquellos con medios económicos a su alcance. Por antonomasia, el clientelismo y caciquismo, señas de identidad de la Restauración, en el fondo se resistían a esfumarse. A decir verdad, en los círculos rurales mayoritarios estas anomalías enquistadas persistieron y descompusieron la igualdad en el servicio militar. Ello no hacía sino contribuir al desconcierto de los más desventurados que habían de asirse a su fusil e intentar sofocar la rebelión bereber.

Luego, es posible vislumbrar la consternación vivida de aquellas fuerzas expedicionarias en una tierra baldía frente a un enemigo formidable y orgulloso practicando como modus operandi la ‘guerra de guerrillas’. Tal debió ser la encrucijada de muchos militares al ser testigos de ello, que se pusieron manos a la obra para extirpar los reportes negativos acerca del ejército colonial, esforzándose por refutar las habladurías que deambulaban en torno al servicio militar y lo que allí les aguardaba.

Si el soldado peninsular no era el más motivado del momento, el Ejército español menos aún, había alcanzado un proceso sin igual de modernización, lo ideal hubiese residido, al menos, desenvolverse en un espacio poco complejo. Pese a todo, el Gobierno se embarcó en una tarea resbaladiza y digamos al filo de lo imposible, porque en pleno apogeo del imperialismo las fuerzas tribales de Abd el-Krim (1883-1963) se constituyeron en el talón de Aquiles: se trataba de una región con una orografía accidentada, recursos hídricos no especialmente copiosos, meteorología extrema y una población indígena diseminada y sin núcleos urbanos de fuste que agilizasen la ocupación.

Del mismo modo, las vías por denominarlas de alguna manera eran imaginarias, mientras que las tribus que allí subsistían abanderaban la rivalidad entre sí e insumisas al sultán de turno, estaban habituadas a la guerra y al pillaje como formas de ganarse el sustento o complementos económicos. No menos destacado, los inquilinos franceses de la franja sur de Marruecos y Argelia más o menos contrarios al proceso español, puesto que perseguían beneficiarse de su frustración, lo que se descifra en la permeabilidad de los límites fronterizos para la horda de turbantes que consideraban una intromisión en su hábitat natural, así como la acogida de disidentes o el contrabando.

Por lo demás, lo estratégico de la demarcación produjo que resultase una colmena de confidentes e informadores compinches que como mínimo creaban inestabilidad. Ni que decir tiene, que la zona española estaba mutilada territorialmente, porque Tánger, la perla norteña marroquí y llave maestra del entramado marítimo, se calificó administración internacional y brindaba cobijo a los rivales de España.

Corresponde subrayar que asimilado el capítulo finisecular con profundas huellas, se demandaban algunos aliados y una bocanada de aire fresco, la extenuación hispana era palpable, pero diligentemente surgió Reino Unido, no sin alicientes de por medio. La administración británica contemplaba con buenos ojos el Estrecho de Gibraltar para la seguridad de sus órbitas náuticas y España, potencia de segunda clase, no configuraba un riesgo inminente para sus intereses.

En cambio, no acaecía igualmente con Francia, porque se sospechaba que si se apoderaba de la costa meridional, pudiera armarla a su antojo. Lo atractivo para España es que jugaba con un pequeño armazón defensivo norteafricano que desarticulaba la Península de una potencial agresión francesa desde el flanco sur. Si bien, lo inapelable es que fuera como fuese, había que invadir el territorio adjudicado en los tratados internacionales, lo que se interpretaba en mandar infantes inexpertos prestos a luchar y morir en un territorio envuelto en un halo de horror diabólico: el Rif.

Ahora, desalentados y amilanados batiéndose en sucesivas oleadas con apenas margen de error para salir ilesos de la sombra rebelde, comenzaba la empedernida andadura africana del soldado español. Los mandos eran conscientes de la precaria capacidad de combate de las tropas expedicionarias. Por ello, se recurrió al empleo de huestes indígenas medianamente ejercitadas, aunque tal medida no respondía únicamente a criterios castrenses.

“Si las Campañas de Marruecos se definieron por la asimetría e irregularidad en la manera de percutir de los insurrectos, las masacres perpetradas por los acólitos de Abd el-Krim y su despiadada metodología de hacer la guerra, no pasaría desapercibida para muchos de los soldados españoles”

La decadencia política suscitada por las numerosas bajas habidas de nacionales y lo desacreditado del lance colonial, hicieron que los gobernantes se inclinasen por verificar las acciones. Más aún, era asiduo el apremio de pactos, aunque colisionasen ante el dictamen y el sentir del mando militar. Por cada uno de estos factores, las unidades españolas se colocaron preferentemente en la segunda línea o retaguardia.

De hecho, cuando se les requería en la primera línea, protegían posiciones en altura asaltadas preliminarmente por fuerzas indígenas o tratadas con las tribus. Toda vez, que la contrariedad de esta misión rubricaba las dos caras de una misma moneda. Primero, al ser unidades apenas duchas en los métodos de pericia, persuasión, intimidación y represión, pendían de los soldados nativos para sus intervenciones y, segundo, dicha inacción influía en su moral. De manera, que viéndose forzadas a participar en un enfrentamiento directo, su fiabilidad bélica podría calificarse de irregular.

Llegados hasta aquí, estos soldados que parecían vivir en un bucle histórico, tenían ante sí, aguerridos combatientes que dominaban un escenario de operaciones considerablemente férreo, dividido y confuso: la ‘guerra de guerrillas’ discurría como tónica general y haría de las suyas como panacea inalcanzable. Así, el relato de la extrema adaptabilidad de las líneas enemigas y la utopía de ponerles cerco por su compás colosal, era un indicativo insistente en los manuales de guerra españoles. Son diversas las muestras que apuntan a la capacidad del rifeño para mimetizarse en la fragosidad del terreno y su rasgo de operatividad con una mínima logística.

En consecuencia, si las Campañas de Marruecos se definieron por la asimetría e irregularidad en la manera de percutir de los insurrectos, las masacres perpetradas por los acólitos de Abd el-Krim y su despiadada metodología de hacer la guerra, no pasaría desapercibida para muchos de los soldados españoles, que quedaban paralizados de terror, desconcertados y padecían estados disociativos o ansiedad extrema. Otros tantos, veían canalizados ese deterioro psicológico mediante la ebullición del arrebato que resultaba fundamentado por una caracterización del enemigo: algo así como un cobarde que no peleaba cuerpo a cuerpo, o un portento traicionero que mataba en embocadas y, por doquier, mutilaba y torturaba.

Y es que, mientras las hordas rifeñas se liberaban del terreno con su mordacidad envalentonada, las fuerzas regulares quedaban atrapadas en sus reductos con faltas de víveres y bien servidas de intenso fuego enemigo. En contraste, las harcas en incesante movilidad no concedían objetivos idóneos, prescindían el enfrentamiento en campo abierto, dejando al adversario condenado en su posición y relegándole a cualquier posibilidad de ingenio.

Con lo cual, el Rif levantisco e insurgente sirvió de aguijón para alzarse en pie de guerra contra las Fuerzas Coloniales de España y no cabía sentir condescendencia alguna, ni por ese componente infrahumano, ni por aquellos que lo alentaban hasta la muerte. De ahí, el extremo ardor que se desató como acicate contra el rebelde rifeño, tenaz defensor de su territorio y verdadera encarnación del mal, en justo pago por cualquier forma de dominación a la que se veía supeditada la semblanza del soldado español en el avispero marroquí.

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