El supermercado Atilano, conocido como ‘Ati’, es un hormiguero pasadas las 12:00 horas del mediodía. Numerosos melillenses aprovechan el fin de semana para efectuar sus compras en dicho establecimiento. En la cola, dos mujeres hablan sobre una escapada a un hotel en Madrid, durante el próximo puente de diciembre. Una visión muy distinta de la realidad de los 14 empleados del supermercado, que mañana podrían perder su puestos de trabajo.
La Consejería de Medio Ambiente comunicó el pasado martes una orden de clausura. El motivo, según la propia consejería, está en que el local en cuestión no cumple con la normativa de seguridad contra incendios.
Loli García, encargada del supermercado, niega que el establecimiento no respete las normas de seguridad. “La puerta de emergencia se levantó hace cerca de un año y la última inspección fue hace seis meses. Igual el técnico que vino estaba ciego”, espeta. Sus palabras transmiten indignación, pero sobre todo desesperación.
Rostros hastiados
Asegura estar angustiada por el temor a que su plantilla pueda quedarse sin un empleo. Según García, fue su marido el que le comunicó el inminente cierre del supermercado a los trabajadores porque ella no fue capaz de hacerlo.
Desde que el pasado martes por la tarde los empleados conocieron la mala noticia, García se enfrenta a rostros hastiados y miradas perdidas.
Nombres y apellidos
Carmen Del Río tiene 42 años y lleva casi 19 poniéndose el característico uniforme naranja que identifica a los trabajadores del comercio. “El supermercado ‘Ati’ abrió en diciembre de 1997 y cinco meses más tarde entré a trabajar”, dice. Ahora teme que ese uniforme de trabajo deje de balancearse al aire en el balcón de su casa. No quiere dedicar ni un segundo a pensar cómo se presentará el día de mañana. “He prometido no llorar hasta el lunes”, dice visiblemente emocionada. Le cuesta cumplir su promesa.
Del Río lamenta que para las instituciones sean “meros números” y que se muevan únicamente por sus intereses: “¿Por qué no han venido antes? ¿Por qué lo hacen ahora, después de las elecciones?, se pregunta.
Esa misma duda se la plantea Sonia Fernández, que lleva nueve años trabajando en el supermercado. Tiene un hijo de 20 años que está estudiando en Málaga. Dice que cuando entre un sueldo menos a su casa tendrá que recontar cada euro una y otra vez para poder cubrir las necesidades de su familia. No sólo el aspecto económico le preocupa. Fernández destaca “el buen ambiente” que se respira en la empresa y asegura que le costará mucho separarse de sus compañeros. “Han sido muchos momentos que hemos vivido juntos. Hemos reído y hemos llorado”, señala.
Amelia Sánchez tiene 27 años y entró en la empresa cuando sólo tenía 21. Explica que cuando supo que se podría quedar sin su trabajo se le vino el mundo encima. “Mi pareja está desempleada, tengo un hijo de 14 meses y hace tan sólo un mes nos hemos mudado a una casa de alquiler”. “¿De dónde voy a sacar los más de 500 euros que me cuesta el piso?”, pregunta.
El hijo de Sánchez todavía no entiende lo que ocurre a su alrededor, pero sí las hijas de Montse Margalef, de 17 y 12 años. Esta madre empezó a trabajar hace ocho años en el supermercado. Está divorciada y dice que no se puede quedar sin este puesto. “Mi hija está en segundo de Bachillerato y el próximo año quiere estudiar Filología Hispánica. Sin trabajo no podré hacer frente a las altas tasas universitarias. Es cierto, que dan becas, pero primero tienes que hacer la inversión”, explica. Para no preocupar a sus hijas, trata de evitar tocar el tema en casa. “Les he comentado que podría quedarme sin trabajo, pero que aún no hay que perder la esperanza”, afirma. No obstante, reconoce que más de una vez se ha escondido para que no la vean llorar. “Sabemos lo difícil que es encontrar un empleo en Melilla y yo ya no tengo 20 años para trabajar en Zara”, apunta. También durante la entrevista le cuesta contener las lágrimas.
Explica que le entristece que tanto ella como sus compañeros, no hayan encontrado el apoyo necesario en la Consejería de Medio Ambiente. “Dicen que se solidarizan con nosotros, pero aquí no ha venido nadie a preguntar por nuestra situación”, explica. Quizá no lo hagan nunca y también nosotros dejaremos de hablar en unos días o en unas semanas de Montse y sus compañeros, aunque por las noches antes de meterse en la cama siga llevándose una mano al pecho y con la otra se tape la boca para que sus hijas no escuchen sus sollozos de desesperación. Y puede que sus pequeñas no la escuchen. Pero puede que nosotros tampoco.
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