C ada conflicto bélico desenmascara a los valerosos, villanos o traicioneros, en eso que se denominó la Reconquista Española (722 d. C./2-I-1492). Una etapa aproximada de setecientos ochenta años, entre la conquista Omeya de Hispania y la caída del Reino Nazarí de Granada ante los Reinos Cristianos.
Sin duda, tanto en uno como en otro lado, surgieron los que por añadidura, sobresalieron: los árabes y musulmanes, enfatizaron orgullosos a sus Abderramanes y Almanzor; mientras, los cristianos, lo hicieron con Don Pelayo y Don Rodrigo Díaz de Vivar, más conocido como el ‘Cid Campeador’. Y cómo no, con Don Alonso Pérez de Guzmán (1256-1309), que pasaría a la historia con el sobrenombre de ‘el Bueno’. Un caballero honrado, intachable y lustrosísimo estratega militar que se prestó en cuerpo y alma a cuatro Reyes; entre ellos, uno de origen magrebí.
Tanto Díaz de Vivar como Pérez de Guzmán, por cuestiones del destino ayudaron a los musulmanes; bien, por alguna aspiración, méritos y honores. Pero, lejos de las colisiones en las rivalidades, concurrieron períodos de mestizaje, sociabilidad y lapsos en los que unos ejércitos aunaban fuerzas para combatir por intereses genéricos.
Con estas premisas, entre las numerosísimas páginas del frontispicio de España, el relato y la heroicidad se fusionaron en la semblanza de un destacadísimo español: me refiero a Pérez de Guzmán, promotor de la ‘Casa Noble de Medina Sidonia’, un paraje designado como Alcalá de Sidonia, que paulatinamente adquirió el nombre árabe de ‘Ciudad de Sidonia’.
Ni que decir tiene, que los ideales de este momento se vertebraban en la religiosidad, caballerosidad, repoblación y ocupación de la España musulmana, con la finalidad de lograr la unidad peninsular: una ambición de los Reyes de Castilla y León, cuyo designio culminó en el año 1492 con los Reyes Católicos: Don Fernando II de Aragón (1452-1516) y Doña Isabel I de Castilla (1541-1504).
Como antecedente de interés, el sometimiento de Granada tuvo sus precedentes en las invasiones respectivas de Córdoba, Sevilla, Jaén, Huelva, Murcia y otras poblaciones, con la interposición del Rey Don Fernando III (1199-1252) de León y Castilla, llamado ‘el Santo’ y del Rey Don Alfonso X (1221-1284) de Castilla ‘el Sabio’.
En sí, la Reconquista, contemplada parsimoniosa y discontinua se accionaría en el año 1292 con la toma de Tarifa por el Rey Don Sancho IV (128-1295) de Castilla, apodado ’el Bravo’, hijo de Alfonso X. Lugar defendido en 1294 con uñas y dientes por Pérez de Guzmán, frente al todo poderoso ejército de los benimerines: un Imperio de origen bereber zenata concentrado en el Norte de Marruecos.
En las postrimerías del siglo XIII (1-I-1201/31-XII-1300), bautizado como el ‘Siglo de los Castillos’, el Estrecho de Gibraltar era tenazmente competido por los tres Reinos ribereños en disputa: Reino nazarí, de Granada, Reino bereber, de Fez y Reino de Castilla.
Sucesivamente, bregaban y se aliaban entre sí, apuntalándose en renegados los venidos de las distintas facciones. Conjuntamente, en 1275, se estableció una coalición en la que los benimerines, a cambio de hacerse con la posición de Tarifa y algunas fortificaciones, respaldaban a los granadinos. En la otra cara de la moneda, caballeros cristianos, como es el caso de Pérez de Guzmán, se dirigió al continente africano al servicio de los benimerines. Por esta lógica, los musulmanes y cristianos poseían unos de otros, un amplio conocimiento operativo, porque en los últimos tiempos habían peleado juntos o entre sí.
Progresivamente, los benimerines ensanchaban sus territorios e incrementaban su incidencia por tierras andaluzas, erigiéndose en una constante amenaza para los granadinos. De ahí, que los nazaríes llegaran a la deducción que los castellanos eran un mal menor para ellos. Con todo, en 1292, los granadinos se unieron a estos por la causa para hacerse con varios baluartes de los benimerines.
El protagonista de este pasaje comienza su andadura en el reinado de Alfonso X. Llegando al mundo el día 24 de enero de 1256 en la localidad de León, nombrado como el ‘Bueno’, por el sacrificio que seguidamente desgranaré.
Como indican las fuentes documentales de la época, es considerado hijo natural ilegitimo de don Pedro Pérez de Guzmán y de una dama leonesa llamada Isabel. El noble Don Pedro, era consejero de Alfonso X y un personaje a la vanguardia de los ejércitos castellanos-leoneses en Andalucía. Viudo de la primera consorte, no pudo contraer las nupcias con Doña Isabel, por encaminarse a la conquista de Jerez de la Frontera con Alfonso X. Y, por si fuesen mayores las contrariedades, la madre de Pérez de Guzmán murió en el momento del parto.
Aun así, Pérez de Guzmán, no quedaría desprovisto de una educación cualquiera. Su progenitor se propuso ofrecerle toda una formación acorde a sus raíces genealógicas que garantizase la continuidad de su linaje. En esta tesitura profundizó en la gramática y retórica, con la oratoria de la dialéctica como compendio del aprendizaje Trívium. Y si el instructor era clérigo, la inculcación de los principios morales no se descuidaron.
El adiestramiento se perfeccionó con la aplicación de la espada, el arco y la lanza, así como otras disciplinas análogas para armarse como caballero, desplegando excelentes cualidades; además, de la equitación y juegos de ajedrez. Era evidente que el joven poseía un espíritu desazonado cargado de vitalidad; por los grabados que se conservan, se advierte una buena talla con una espesa barba de gran Señor, y su melena le bajaba sobre el pecho, identificándolo con los guerreros medievales.
Con 19 años realiza las primeras armas en la hueste de Don López Díaz de Haro, el ‘Rubio’ o ‘el de Nájera’, Señor de Vizcaya, a la que se agregó cuando se dirigía a Andalucía con caballeros leoneses. Ya, con 22 años, se incorpora al ejército Castellano y junto a las tropas de Alfonso X guerrea por zonas de Jaén. Es acometedor, combativo y sabe manejar como nadie la espada. Incluso en un enfrentamiento puntual, logra hacer prisionero a un lugarteniente llamado Abén Comat.
Sin embargo, el destino parecía pronosticarle una biografía colmada de superaciones militares, porque de la noche a la mañana se topó con el exilio; aunque, este como tal, no debió contemplarse como un destierro oficial, más bien fue moral.
Para ser más concreto, en el intervalo de una rencilla con su hermano y en presencia de Alfonso X, éste le rememoró su circunstancia de bastardo. Avergonzado, puso rumbo a Algeciras estando al servicio del Sultán de Marruecos Abú Yúsuf, con la reserva de no combatir jamás contra los cristianos. Pero, en la complicidad y a espaldas de Pérez de Guzmán, coordinaba un plan intrigante con el que aspiraba adueñarse del dominio de las aguas del Estrecho de Gibraltar.
Por aquel entonces, la influencia emergente incumbía a los benimerines y la Península Ibérica acumulaba dos incursiones integristas: almorávides y almohades. En el fondo, persistían las ascuas de la legendaria ‘Batalla de las Navas de Tolosa’ (16/VII/1212). Toda vez, que los benimerines no eran tan potentes como los almohades, si bien, forzaban algo de empuje para conseguir algunos beneficios cristianos.
En este entresijo, no había la más mínima tregua por apoderarse del Estrecho de Gibraltar, donde las tropas cristianas y berberiscas pugnaban por la consolidación de su supremacía y el control estratégico. Acaso, las tres plazas cardinales de este puzle: Algeciras, Gibraltar y Tarifa, distinguidas como la punta de lanza en el Sur del Viejo Continente, que hipotéticamente se disponían en la senda de los benimerines para materializar la infiltración a la Península.
Hasta lo fundamentado, Pérez de Guzmán, era ignorante de lo que se entretejía, pero sabía que estaba llamado a una misión y en este sentido, sentía la inclinación de servir a la España cristiana.
Con una intuición fija, hizo lo posible para lograrlo y esta era la convicción que reinaba en su mente. Pero, una apelación interior a modo de vocación, no es únicamente una actuación contemplativa, requiere de donación personal para atrapar los propósitos demandados.
En otras palabras: Pérez de Guzmán, vivió rectamente los designios de su Rey, consciente del papel contraído para implementar su código de conducta y las adversidades que no habrían de faltarle. Y es que, la nobleza no se regala, se conquista, como el lastre que aglutinó desde su nacimiento. A decir verdad, allanó con creces el camino pedregoso, que sin comer ni beberlo, hubo de contrarrestar.
A ello hay que incorporar, el contexto que subyace en un horizonte enteramente beligerante, justamente cuando Castilla y León o León y Castilla se configuran en la llave maestra de la conquista de la España musulmana de la Baja Andalucía, que comprende los campos del Valle del Guadalquivir.
En las Españas de aquel tiempo, ninguna vez naciones, se encaraban la musulmana y cristiana, o la subyugada y recuperada.
Con lo cual, el restablecimiento de las superficies oprimidas, era el gran afán de los Reyes de Castilla y León. El curso inaugural de los monarcas astur-leoneses quedaba en la penumbra por las cuantiosas penetraciones de los moros.
Siendo ostensible: primero, los mozárabes, o lo que es igual, los cristianos que residían en la España musulmana; y segundo, los mudéjares, musulmanes que se les autorizaba a permanecer entre los cristianos ganadores, conllevando al entendimiento en la España cristiana.
Hasta el siglo XIII, se observan progresos y asentamientos de manera ocasional e intermitente; constatándose una etapa de superioridad íntegramente musulmana en los límites fronterizos astur-leoneses en los que era obligatorio costear un impuesto a los Califas de Al-Ándalus: “el tributo de las cien vírgenes o doncellas”.
En este escenario indeterminado, en los últimos coletazos del siglo antes aludido y principios del XIV, conocido como el ‘Siglo de la Peste’, Pérez de Guzmán brilla entre reinados. Me refiero a Alfonso X, Sancho IV y Don Fernando IV (1285-1312) el ‘Emplazado’. Y, como militar, Pérez de Guzmán, contribuye en los litigios internos del Magreb meriní.
En el año 1275, tras diversos acometimientos norteafricanos en la Baja Andalucía, un año más tarde, intercede en el paréntesis constituido por el Rey de Fez Abú Yúsuf y Alfonso X.
A finales de 1281 y principios de 1282, arbitra la alianza entre ambos, por el cual, el Sultán meriní defiende al monarca castellano frente a las intransigencias del Infante Sancho IV.
Ese mismo año, Alfonso X recompensa a Pérez de Guzmán por las servidumbres realizadas, con la Villa de Alcalá Sidonia, actualmente Alcalá de los Gazules, que la cambiaría por el Donadío de Monteagudo, hoy cortijo en el término municipal de Sanlúcar de Barrameda.
Por lo demás, el Rey lo casó con María Alfonso Coronel (1267-1330), de los que nacerían Don Juan Alonso, Don Pedro Alonso, Doña Leonor y Doña Isabel Pérez; una mujer acaudalada que proporcionaría al matrimonio una importante asignación, dispuesta por casas en la feligresía de ‘San Miguel’ en Sevilla. Con la llegada al sitial de Sancho IV, de nuevo, Pérez de Guzmán se traslada al sultanato meriní de Fez, haciéndose de una gran fortuna con la que aumentaría sus patrimonios.
En 1291, fallecido el emir Abú Yúsuf, Pérez de Guzmán se estima libre de todo compromiso y retorna a Castilla. Indiscutiblemente, su popularidad había crecido y el Rey Sancho IV lo contrata como estratega curtido en las operaciones del Estrecho. Muy pronto, interviene en el asalto de Tarifa y se brinda para la salvaguarda de la plaza.
Debiendo incidir, que Tarifa era el nexo de unión entre los musulmanes que predominaban en España y habitaban en África. En tanto, que el Rey llevó las riendas del ataque a esta ciudadela. El combate en sí, calificado de encarnizado tuvo la colaboración intrépida de su hermano el Infante Don Juan de Castilla, que resultó gravemente herido en la cara por rociársele con azufre hirviendo.
Finalmente, el 21 de septiembre de 1292, los castellanos forzaron su acceso por una contrapuerta de la parte Este del fortín, que desde entonces se designó como de ‘Santiago’, el Patrón de los Caballeros Castellanos, al que se le imploraba en la exclamación de guerra a la hora de realizar los abordajes.
Sancho IV dio su palabra de devolver Tarifa a los nazaríes, siempre y cuando, estos arrimasen el hombro en la ocupación de Algeciras y otros lugares más próximos; pero, una vez el recinto estuvo en sus manos, el soberano declinó en su criterio, quebrantando lo convenido.
Ante la informalidad de la promesa, los granadinos respondieron reanudando el pacto con los benimerines. Dado que tarde o temprano, el acuerdo de los reinos musulmanes negociaría la forma en reintegrar una posición tan valiosa, el Rey le confió a los caballeros más acreditados, o séase, los pertenecientes a la Orden de Santiago, la protección de Tarifa. En julio de 1293, Sancho IV nombra Alcaide de Tarifa a Pérez de Guzmán, buen conocedor de los benimerines, porque había competido con ellos en África. Como es sabido, el enclave es el más estratégico de España: colindante con Gibraltar, a un lado; y al otro, el Océano Atlántico y el Mar Mediterráneo, cercado de montañas exceptuando el valle del río Vega, que es socorrido por la Sierra de la Luna.
Seguido de un asedio empedernido, definitivamente, es invadida y subsiguientemente, en 1294, Sancho IV, ante la apremiante intimidación del Infante don Juan, que reúne la cooperación de las huestes meriníes y nazaríes, recurre a Pérez de Guzmán para su resguardo.
Llegados hasta aquí, acontece la famosa defensa sobrehumana de Tarifa, con el fallecimiento del hijo primogénito de Pérez de Guzmán. Según esta, arrojó una daga del castillo para que asesinaran con él a su propio hijo, antes que ceder al chantaje de los asaltantes.
Al hilo de lo expuesto, un antiguo romance refiere: ‘Matadle con este, si lo habéis determinado, que más quiero honra sin hijo, que hijo con mi honor manchado’.
Al concluir el embate, la crónica en el proceder de este leonés con el luctuoso suceso, corrió como la pólvora y alcanzó la corte: el precio pagado por la victoria había sido demasiado alto. Pérez de Guzmán, partió de Tarifa obteniendo todo tipo de cumplidos por su respuesta contundente ante el enemigo.
El Rey Sancho IV conmovido por lo acaecido y entendiendo el nivel de abnegación aceptado, le envió una misiva en la que literalmente le declaró: “Mereces ser llamado ‘el Bueno’, y ansí vos lo llamo, y vos ansí vos llamaredes de aquí en adelante”. Es así como la gesta de Pérez de Guzmán, valga la redundancia, se cristalizó en la memoria de Pérez de Guzmán ‘el Bueno’.
Con la hazaña de Tarifa, Sancho IV le ofreció la entrega de bienes y prebendas y el Señorío de Sanlúcar de Barrameda, en cuya demarcación se circunscribían los términos y áreas de Trebujena, Rota y Chipiona.
No obstante, todo aquello quedó en palabras y agua de borrajas, no llegándose a plasmar en papel y al poco, el 25 de abril de 1295, expiraba el monarca y su sucesor Fernando IV, sería quien a la postre en 1297 se apropió de la merced.
A pesar de todo, Pérez de Guzmán será el fundador de una de las casas más importantes, convirtiéndose en el Ducado más antiguo del Reino de España: la Casa de Medina Sidonia.
A lo largo y ancho de su existencia intervino magistralmente, y en la regencia de Fernando IV, con sus huestes, en 1309 conquistó Gibraltar. Como pormenoriza el argumento de los narradores de la Casa de los Guzmanes, en este mismo año, entre la serranía de Ronda y Gaucín, sector indispensable en el pulso por la autoridad, donde los moros acosaban insistentemente a las tropas castellanas que alternaban de Algeciras a Gibraltar y viceversa, recibió varias flechas de las que pereció el 19 de septiembre.
Los sepulcros de Don Alonso Pérez de Guzmán ‘el Bueno’ y Doña María Alfonso Coronel, esculpidos por el escultor Don Juan Martínez Montañés (1568-1649), se atinan en el Monasterio de San Isidoro del Campo, en el municipio de Santiponce correspondiente a la provincia de Sevilla.
En consecuencia, con sus muchas luces y pocas sombras, se desprende el arquetipo de un leonés universal, que con sus hazañas nos ha legado la probidad sin límites, abanderando la lealtad y la dignidad como razón de ser; rubricando una de las hojas más brillantes y evocando la nobleza y el valor de un Ilustre.
Andalucía, afloraría como factor aglutinante en la trayectoria de este Caballero denodado. La apuesta por él, en aquella coyuntura crítica como militar majestuoso ante la labor repobladora de Alfonso X, es un acierto en mayúsculas, que humanamente premeditaba la España del futuro, quizás, doblegada a una fuerte imposición de los moros.
En nuestros días, la generosidad de su alma es el paradigma en el que descubrir a un hidalgo castellano, que incuestionablemente, pone al descubierto la fidelidad y el sentido del honor, como código de conducta.