Opinión

El gran aliado táctico y estratégico de los rifeños: el territorio patrio

Desde el primer destello de fuego cruzado que diseminaron las ‘Campañas de Marruecos’ (1909-1927), las fuerzas rifeñas, gomaríes y yebalíes, practicaron como táctica legendaria la ‘guerra de guerrillas’, con un modus operandi especializado en la movilidad artificiosa y la concepción calculadora de un paradigma de combate, que a todas luces, no encajaba con la visión occidental de un enfrentamiento atenuado por la vigorosa tenacidad indígena.

Si bien, este prototipo de sutileza defensiva contaba con el beneplácito de luchar en el territorio patrio, disponiendo del apoyo impertérrito de la población local. O lo que es lo mismo: la traza de un acometimiento que ante todo, ambiciona la extenuación y el consiguiente agotamiento del opresor extranjero, o la expectativa de alguna coyuntura puntual que contribuyera a modificar el contexto acaecido.

Pero, por sí mismo, no era suficiente para que confluyeran resultados propicios e implicase de manera eficaz. En tanto las fuerzas irregulares que lo asimilan y aprovechan para entretener al Ejército de ocupación, a la par, se implementa una guerra más convencional en la que entran en juego reglas y teorías tradicionales.

Claro, que la puesta en escena de un combatiente curtido de la cabeza a los pies, aguerrido e insensibilizado consigo mismo, como el rifeño, conjetura poner en serios aprietos a los invasores, perpetrando incursiones que minen la moral del adversario, cuando el área en que se opera es algo así como una guarida abrupta, quebrada e impracticable.

Con estas connotaciones preliminares, especialistas e historiadores no se ponen de acuerdo en valorar, si la ‘Guerra del Rif’ (8-VI-1911/27-V-1927), también denominada ‘Segunda Guerra de Marruecos’, con el liderazgo de Mohamed ben Abd el Krim el Jatabi, o simplemente, Abd el Krim (1882-1963), enmarca uno de los últimos conflictos coloniales, o por el contrario, forma parte de uno de los primeros movimientos descolonizadores.

Sin lugar a dudas, para los rifeños se plasmó en una guerra desigual, irregular e intermitente, recurriendo a un procedimiento que equiparase los reducidos medios bélicos con respecto a la modernidad del ‘Ejército Colonial’ de España y Francia.

Así, en 1913, tomando como patrón en la ‘Zona Española’ la cuantificación de contingentes movilizables, hay que referirse a 127.659 efectivos; o tras la debacle sufrida en el ‘Desastre de Annual’ (22-VII-1921/9-VIII-1921), las ‘Tropas Españolas’ llegaron a contabilizar 160.000 hombres que significaban para la deuda pública, nada más y nada menos, que seis millones de pesetas diarias.

Lo cierto es, que esta cantidad de activos era bastante parecida a la constituida por el ‘Ejército Colonial Francés’, después del ‘Desembarco de Alhucemas’ (8/IX/1925), frente a los 15.000 disidentes que encabezaba Abd el Krim. No obstante, con esta ventaja numeral de poco más o menos, once sobre uno, el Mariscal Philippe Petáin (1856-1951) no consiguió el triunfo abrumador esperado, básicamente, por las condiciones climatológicas desfavorables.

“Encarnando la Patria rifeña, estos hombres se inmortalizaron en el arte de esquivar al adversario, como fórmula soberana para contrarrestar los estragos asimétricos y salir airosos”

Toda vez, que el líder rifeño comenzaba a tener serias dificultades para conservar fusionada la ‘República Confederada de las Tribus del Rif’ y que a la postre, se iría descomponiendo, conforme avanzaba la ofensiva franco-española. Así, tras el fracaso malogrado en la ‘Conferencia de Paz de Uxda’ (26/IV/1926) y la redición de Abd el Krim, la sumisión de tribu por tribu persistió con actos belicosos, o políticamente atrayéndolas con negociaciones.

Al hilo de lo anterior, cada cabila o pequeños países, desistía a la disputa, una vez materializaba un último combate de honor, y con anterioridad a la gracia del ‘aman’ o ‘perdón’, corroborado con el rito de la ‘targuiba’; una antigua ceremonia bereber con el sacrificio de un toro o ternero que ratificaba el sometimiento de la tribu.

Sin embargo, a tales efectos, no se contemplaba la obediencia definitivamente, hasta que no existiera algún indicio de zanjar cualquier viso de disidencia. En esta tesitura, el entramado político se acomodó a las peculiaridades de las cabilas, sorteando de ese modo hipotéticas revueltas.

Mismamente, al igual que los apoderados españoles, los oficiales de Asuntos Indígenas francos exigían la entrega del armamento, no descartándose ser nuevamente rearmados por motivos de autodefensa de las familias, para que hicieran frente a las discordias de tribus colindantes. Además, en 1927, el sosiego y la calma derivados de la pacificación en la ‘Zona Francesa’, coincide con el fin de la misma en la franja española y el protagonismo de la última cabila rebelde de ‘Beni Mestara’.

En otro orden de cosas, los franceses eran una minoría en su ‘Zona del Protectorado’: 180.000 hombres, incluyéndose los vinculados al Ejército, de cara a los casi 4.000.000 de nativos cabileños. Su régimen de dominio colonial estaba coligado a la tutela del Sultán, distinguido cómo la autoridad genuina y aparejando del control, más que la administración directa.

En contraste a lo que aconteció en la ‘Zona Hispana’, en la porción francesa el Protectorado operó desde 1912, gracias a la destreza política del General de División Louis Hubert Gonzalve Lyautey (1854-1934), y cómo no, por su amistad con el Sultán Muley Yúsuf (1882-1927). Enfatizándose su experiencia colonial adquirida en Argelia, Madagascar e Indochina y sus amplios conocimientos de Marruecos, le encumbraron a invadir Uxda y a estar al mando de la ‘Comandancia de la División de Orán’, próxima a los límites fronterizos de Argelia con el ‘Imperio Jerifiano’.

Posteriormente, Lyautey, tuvo que servirse de las armas para que los lugareños disidentes asumieran la resignación ante el poder del Sultán y adherirse a la ‘Paz del Protectorado’.

El funcionamiento y articulación del pulso bélico, puede decirse que fue semejante al cristalizado hasta 1924. Primeramente, la irrupción de un bombardeo aéreo sobre los aduares y rebaños; en seguida, la arremetida de la Infantería para ocupar determinados puntos y doblegarla. En caso de persistir el aguante, se creaban puestos que imposibilitaba a los habitantes el acceso a sus campos de cultivo hasta que los jefes claudicaran.

A última hora, los oficiales del Servicio de Inteligencia procuraban persuadir a los indígenas remisos y tercos, instándolos a tolerar la paz impuesta con la que se respetarían sus derechos y les aportaría alguna mejora económica.

Las troupes d’occupation du Maroc, integraban 75.000 militares que llevaban a cabo un cerco constante contra los insurrectos amotinados, provocando al año unas dos mil bajas. Progresivamente y con el transitar de las décadas, los contingentes empequeñecieron en su diseño, contando a duras penas con más de dos mil fusiles, a diferencia del ‘Ejército Colonial’ desplegado.

Así, desde sus legendarios mosquetes reemplazados por rifles de retrocarga, hasta los obtenidos por el contrabando o despojados al contrincante como el ‘máuser español’, el ‘lebel francés’ o el ‘remington norteamericano’.

Mientras tanto, Abd el Krim, sus triunfos cosechados le auparon a la instauración de una ‘Federación de Cabilas’ bajo su mandato. Para lo cual, hubo de indagar un pretexto identitario en los rifeños manejando métodos y pericias de persuasión, intimidaciones y represión, manteniendo recursos consagrados de acatamiento a las tribus, como la retención de rehenes, asegurando las coaliciones y las partidas de castigo para quiénes demostraban traición.

Con este talante perspicaz, Abd el Krim, se deshace diplomáticamente de sus principales opositores, Abd el-Malek Meheddin (¿?/1924) y El Raisuni (1860-1925), conquistando reputación y reconocimiento a nivel internacional con el denominado ‘Comité del Rif’; proporcionando a la opinión pública un retrato simulado de la ‘República del Rif’, sustentándola en una democracia moderna. Amén, que en el entorno de la guerra estriba una especie de autocracia, con el cabecilla como jefe militar abrazado a un grupo de consejeros cercanos y surtido de allegados y seguidores.

Indiscutiblemente, lo que aúna a los 600.000 autóctonos rifeños, era su inclinación a la Independencia e ingenio para obtenerla por las armas. Pero, para su promotor, inspirado en Kemal Ataturk, había algo que por encima de todo le incitaba a la voluntad de reforma y que no procediera de influencia forastera.

Pronto, se le concedió el título de ‘Emir del Rif’, adjudicándose cada una de las funciones de Gobierno, obviamente, dentro de un sistema militar. Digamos, que recaudando impuestos, impartiendo justicia y apropiándose de la ‘Comandancia del Ejército’ que, a su vez, era dirigida por su hermano Mhamed Abd el Krim (1892-1967) en calidad de General y los Caídes.

Llegado hasta aquí, difícilmente podría precisarse la cifra exacta de los contingentes nativos que contribuyeron por la ‘Independencia del Rif’. Hay analistas que refieren aproximadamente unos 110.000 individuos, procedentes íntegramente de las Tribus del Rif y el Norte de Fez y enmarcados y adiestrados por la Cabila de los ‘Beni Urriagel’.

Por ende, la estimación de este argumento incumbe más bien al emblema de españoles y franceses, refiriéndose erradamente a un bloque o frente rifeño, que no les permite divisar el relieve complejo en la alianza de las Tribus de Abd el Krim. Ciñéndome a esta última cuestión, se constatan diversos tipos de acuerdos e implicación: en primera instancia, un núcleo duro configurado por las Cabilas de los ‘Beni Urriagel’, ‘Bocoya’, ‘Tensamán’ y ‘Beni Tuzin’, que aportan asignaciones por tres o cuatro semanas.

En un segundo plano, se hallan las Tribus de ‘Yebala’ y ‘Gomara’; seguidamente, las Tribus periféricas en la región contigua del Uarga, como los ‘Beni Zelual’ y finalmente, las Cabilas convertidas en incondicionales, únicamente cuando los rifeños alcanzaban sus espacios territoriales, retornando inmediatamente al ala española o francesa, en el momento que las milicias de Abd el Krim se retiraban.

Entre tanto, el Emir del Rif, adecuó un ‘Ejército Permanente’ de 5.000 a 6.000 secuaces, surgidos mayormente de los ‘Beni Urriagel’ a los que se les conceptuó como ‘Fuerzas Regulares’. Estos se repartían en tabores equivalente a un pequeño batallón de 900 hombres. Sin inmiscuir, que entre sus filas militaban unos cincuenta desertores europeos, desde ex legionarios franceses a argelinos y unos 1.000 resultantes de territorios afines a Marruecos.

Dichas Tropas englobaban artilleros y operarios de ametralladora, ataviados con feces o tarbush negros. Conjuntamente, no luchaban apilados como un único regimiento, sino insertados dentro de las ‘Tribus Aliadas’, a modo de mandos para impedir que los guerreros tribales alardearan o desaparecieran.

Las ‘Tribus del Rif’ y sus aliadas de otras comarcas o ‘Fuerzas Irregulares’, equipaban una reserva de 90.000 adeptos. Y a partir de estos contingentes permanentes y reservas se componían la hechura de las harcas, con una diferenciación de 1.000 y 4.000 contingentes cada una; su potencial militar no era para nada desdeñable, cumpliendo con creces las operaciones y actuando con un ejército conjugado y enarbolando su capacidad de maniobra.

Ni que decir tiene, que las variables geofísicas unida a las contrariedades de la logística, truncaban la cohesión de un contingente de 80 a 100.000 sujetos en parcelas imperceptibles. Asimismo, los combatientes rifeños identificados por su sobriedad, no disponían de excesivas reservas de víveres y subsistían de lo que los aduares y aldeas les surtían.

“La puesta en escena de un combatiente curtido de la cabeza a los pies, aguerrido, inexpugnable e insaciable en inferioridad numérica, como el rifeño, conjetura poner en serios aprietos a los invasores”

Para allanar y agilizar el abastecimiento de avíos, las mujeres contraían un papel relevante, interviniendo en circunscripciones adyacentes a sus cabilas, encomendándose en cuerpo y alma a la distribución de raciones y materiales indispensables.

Los varones a lo sumo guerreaban en intervalos de una o dos semanas, porque de inmediato habrían de reintegrarse en los cometidos agrícolas y ganaderos, desenvolviéndose con soltura en los parajes demarcatorios a su cabila. Un tema que resultaba muchísimo más dificultoso, si el desplazamiento se producía en otros términos más apartados y ajenos a su competencia.

En paralelo, los cabileños acarreaban sus pertrechos y munición, lo que les otorgaba dos o tres jornadas de autonomía separados de sus poblados. La mayoría de guerrilleros se refundían en unidades desperdigadas, efectuando labores de vigilancia y velando por el resto de cabilas.

Más adelante, Abd el Krim, predispuso dividir sus facciones en dos frentes: el primero, ubicado al Oeste en el sector de Ceuta; y el segundo, dispuesto al Este, en la demarcación de Melilla. Lo que imposibilitó congregar una única resistencia contra la ‘Administración Colonial’, como era su deseo. Tal vez, esto justifica el porqué, incluso con los integrantes del ‘Ejército Permanente’ y los socios tribales, no contase a la vez con más de 20.000 partidarios.

Igualmente, las harcas que tantos quebrantos generaron a las ‘Fuerzas Coloniales’, computaban un rango de 1.000 a 4.000 enérgicos y decididos contrincantes, que prácticamente eran el complemento ideal empleado para estratagemas en un suelo enmarañado e intrincado como las montañas del Rif. Siendo tiradores inmejorables con rifles a corta distancia, no echaban mano del alza para tiros de largo alcance y parcos en las descargas, estaban obsesionados en no desaprovechar el más mínimo cartucho, consciente de los inconvenientes para adquirirlos.

Por lo demás, sabedores de la superioridad armamentística de hispanos y francos, eran aleccionados al milímetro por instructores extranjeros para el montaje de una malla de trincheras, senderos y abrigos que confeccionaban a la perfección.

Sin ir más lejos, los rifeños se pusieron manos a la obra con puestos cercados de profundas oquedades, que en ocasiones se comunicaban con corredores cavados bajo tierra.

De esta manera, valiéndose de las particularidades propias del terreno, construyeron defensas en contrapendiente para no ser descubiertos por los vigías contendientes, tratando de librar tanto el fuego artillero como el bombardeo de la aviación.

Los aduares y exiguos sitios de estancia se transformaban en óptimos baluartes, por su estacionamiento en altura y estructuras imposibles de abrir al exterior. Idénticamente, las casas apartadas de los entornos se trocaban en línea defensiva, como reductos desde los que se hacían andanadas. Acometiendo con formaciones manejables y por doquier disgregadas, se hostigaba desde cotas contiguas para sacar tajada de las detonaciones y lograr más rédito, en cuanto a la desventaja que presumía las formaciones españolas con más efectivos.

Con lo cual, se les atribuye menor dinamismo y mayor vulnerabilidad.

Al mismo tiempo, las avanzadillas de carga se aparejaban en media luna, con la determinación que los extremos asediasen al enemigo opuestos a su dirección. Esta disposición táctica, asequible de hilvanar y dirigir, permitía posicionar al núcleo de la reserva en el centro.

Quedando manifiesto que los rifeños sabían de buenas tintas el talón de Aquiles de las columnas españolas, recayendo en las retaguardias y abordándolos con reiteración. Habitualmente, con correrías directas frente a frente y en escasas circunstancias, presentando el choque con arma blanca.

Visto desde este enfoque, las pérdidas ingentes y menoscabos que los rifeños ocasionaron, lo armaron con la astucia de los ‘tiros a la espera’, lo que llanamente se conoce como ‘el paqueo’, escondidos en el terreno se consolidó como un mecanismo crucial para imponerse a las múltiples carencias tecnológicas y estratégicas.

Por defecto, el tacto tendido en el territorio patrio va a ser el aliado táctico en las prominencias de los desniveles ondulados y salvajes, como en las depresiones y gargantas.

En cambio, el detrimento estratégico de los rifeños se invierte sustancialmente, porque para los españoles y franceses es un elemento psicológico contradictorio, no teniéndolas todas consigo al moverse en una superficie inexplorada y gravosa, donde en cualquier instante se atinan emboscados por sorpresa.

Luego, un montículo, hondonada, roca, matorral o declive oculta un ‘paco sin humo’, haciendo más complicada la localización de los francotiradores, que aun escuchándose el estrépito del fogonazo y estando habituados a que los nativos manejasen armas de pólvora negra, hacía más espinoso detectar su procedencia.

Todo ello, en franjas de desfiladeros o ramblas, donde el eco del disparo vibraba en los muros y repechos, desencadenando una resonancia infernal que impedía conocer el lugar exacto del tirador. Y si las explosiones se concentraban en varias trayectorias, la repercusión se volvía un estruendo en un avispero disonante.

Por lo tanto, los planes proverbiales del hostigamiento persiguen una mejoría local por medio de la confusión: los asaltos de la retaguardia, el rebasamiento de los costados y la contienda cercana que entorpezca el refuerzo de las ‘Tropas de Apoyo’. La artillería adopta un valor alegórico más que eficiente, porque las piezas son arrebatadas al enemigo en enfrentamientos tan señalados como el ‘Desastre del Barranco del Lobo’ (27/VII/1909).

En definitiva, las harcas rifeñas monopolizaron gestas en embates en todas las delanteras y a discreción, con atroces embestidas ante unas Tropas mal colocadas o que retrocedían desorganizadamente. Y como tales, los rifeños, se plantan en el campo de batalla al compás de su cadencia y movilidad por áreas escabrosas, lo que favorece que no sean un blanco fácil para el ímpetu de la artillería y la efervescencia de las ametralladoras.

En consecuencia, en los inicios del siglo XX, las Campañas de Marruecos y fundamentalmente, la ‘Guerra del Rif’, a tenor de la situación y los acontecimientos descritos, se transfiguró en un entresijo doloroso e ingrato al que se consignó a la parte más operativa y ambiciosa de las milicias españolas.

A los ojos del rival, los rifeños, inexpugnables e insaciables en inferioridad numérica frente a las ‘Tropas Coloniales’, eran formidablemente pródigos, ejecutando argucias a las compañías aisladas o columnas de convoyes. Es así, como encarnando la Patria rifeña, estos hombres se inmortalizaron en el arte de esquivar al adversario, como fórmula soberana para contrarrestar los estragos asimétricos y salir airosos.

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