AUNQUE -querido Pepe- te parezca un simple juego literario, todos sabemos que es posible andar por la vida sin vivir. Todos conocemos a seres humanos que transitan por nuestras calles como si fueran muertos vivientes o vivos murientes. Las “almas en pena” no son creaciones de poetas o alucinaciones de amargas pesadillas, sino individuos reales que ensombrecen el horizonte, enfrían el ambiente y apenan el ánimo del vecindario.
En más de una ocasión hemos comprobado cómo algunos, afligidos, disfrutan contando penas, narrando miserias y lamentado desgracias. Por supuesto que no se nos ocurriría consolarlos porque estamos convencidos de que se sentirían ofendidos. El dolor, el sufrimiento y la angustia constituyen para ellos el ecosistema que, paradójicamente, los sostiene y los alimenta. Sin amarguras o sin tormentos, perderían los alicientes que los mantienen vivos-muertos y se difuminarían los estímulos que dan sentido a sus muertes-vidas.
Otros mortales, por el contrario, son “todo juventud y todo vida”, e, incluso, cuando fallecen, se despiden de nosotros sin haber llegado a envejecer. Conocemos a seres privilegiados que, tras prolongadas y dolorosas enfermedades, no son capaces de frenar su dinamismo juvenil; y no faltan quienes -como, por ejemplo, Alfonso, Jesús o José María-, postrados en el lecho, soportan durante larguísimos años agudos padecimientos sin que se les apague el entusiasmo vital. Siguen viviendo, llenos aún de ganas de vivir y de hacer cosas: de seguir aprendiendo, de ser útiles a los demás y, sobre todo, de amarnos. ¿Te has fijado cómo nos tratan mostrando sus anhelos de que sigamos contando con ellos, con su tiempo y con sus experiencias que nos ofrecen sin esperar nada a cambio.
El otro día mi amigo Vicente me explicaba cómo el deporte constituye para él una expresiva metáfora de la vida; cómo le sirve para explicar el talante con el que debemos asumir los dolores. “Hemos de ser -fueron sus palabras-, como los deportistas que están perfectamente entrenados para perder y para ganar; hemos de sentirnos empujados por una voluntad de hierro; hemos de seguir corriendo con entusiasmo y con un afán constante de superación; hemos de ser esforzados y, en ocasiones, intrépidos, sin darnos nunca por vencidos”.
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