Opinión

Alejandro Farnesio, la luz propia en el firmamento del Imperio Hispánico

Universalmente, el siglo XVI (1501-1600 d. C.) ha sido considerado un período de bonaza económica para el Viejo Continente; si bien, España se constituyó como la superpotencia y congregó una supremacía colosal, con territorios diseminados a lo largo y ancho de la geografía internacional. Logrando su magnificencia al superponer el Imperio portugués.

Del mismo modo, imperó en amplísimas posesiones americanas, desde los actuales Estados Unidos hasta la demarcación de Chile y Argentina; feudos en torno a África, diversas colonias en Asia producto de la conquista de Portugal. Además, de los Países Bajos, la Borgoña, etc. Y, por si fuese poco, como derivación del Descubrimiento de América en las postrimerías del siglo XV (1401-1500 d. C.), la etapa referida perduró con importantes exploraciones por el Nuevo Mundo, el Pacífico o Asia, especialmente con huella hispana y portuguesa.

Simultáneamente, España llevó a término la primera vuelta al mundo de la Historia; obviamente, la economía se globalizó y dio paso a un capitalismo primitivo. Tampoco faltarían las reformas protestantes, en plena controversia en lo que atañe a la autoridad del Pontífice y la Iglesia Católica; amén, que en Inglaterra Enrique VIII (1491-1547) independizó la jerarquía papal de su reino, hasta establecerse como cabeza de la Iglesia anglicana para divorciarse. En otras palabras: para España es una época de luces y sombras, porque se cristaliza el momento de mayor apogeo político y militar; pero, indistintamente, se genera tanto el estropicio financiero como el retroceso social e ideológico de la nación.

En este entresijo de fuerzas concéntricas, destacaría al servicio de la Corona Hispánica la estela de un hombre lustroso en lo que atañe al aspecto diplomático y en el plano táctico, involucrado directamente en las principales vicisitudes bélicas que puntearon el acontecer de la mitad del siglo XVI: primero, participando en la ‘Batalla de Lepanto’ (7/X/1571) contra los turcos; segundo, en los Países Bajos, haciendo frente a los rebeldes neerlandeses en el marco de la ‘Guerra de los Ochenta Años’ (1568-1648), conocida como ‘Guerra de Flandes’ ; y, tercero, en Francia, con relación a las ‘Guerras de Religión’ (1562-1598) del lado católico contra el protestante.

Sin duda, el baluarte de los anhelos de Su Majestad Felipe II (1527-1598), quien se mantuvo recto, honrado y obediente y al que siempre expuso con espontaneidad sus reparos y criterios. Y, si cabe, en el que coinciden numerosos historiadores al reflexionar, que probablemente haya quedado postergado en la historiografía.

Evidentemente, me refiero a don Alejandro Farnesio (1545-1592), III Duque de Palma, Plasencia y de Castro; hijo de don Octavio Farnesio (1524-1586) y doña Margarita de Parma (1522-1586); que, a su vez, era hija ilegítima de Carlos I (1500-1558) de España y V del Sacro Imperio Romano Germánico, más tarde gobernadora de los Países Bajos. Así, el 27/VIII/1545 nacen en Roma dos gemelos, Alejandro y Carlos, pero sólo sobrevive el primero, que a la postre será el único heredero de la Casa Farnesio.

Con lo cual, en su estirpe se entremezclaban sangre papal e imperial: primero, por parte de la línea paterna, al ser biznieto del Papa Pablo III (1468-1549); y, segundo, por la rama materna, nieto del emperador Carlos V y sobrino de Felipe II y de Juan de Austria (1547-1578).

“Los Viejos Tercios bregaban en el rompecabezas de Flandes, dispuestos con maestría por Farnesio, intrépido e inmutable a sus consignas, hasta ser imperecederos, inexpugnables y reverenciados”

Luego, su semblanza se contrasta con gestas inmemoriales como las ya referidas, en una vida por y para el entorno militar, siendo el brazo operante de los dominios hispánicos y dejando su rastro como fuerza de choque en los múltiples escenarios de conflicto en los que denodadamente contribuyó.

Gracias a sus tácticas se consiguieron las hazañas más sobresalientes y laureadas, enarbolando la fidelidad, desenvoltura y habilidad de los Tercios de Flandes, sin duda, la mejor Infantería de los siglos XVI y XVII, respectivamente.

Gradualmente, el niño Farnesio asimiló los conocimientos políticos básicos y Felipe II previno que al cumplir los catorce años se ubicase en España. Ya, en 1561, por empeño del monarca, el joven se establece en Alcalá de Henares para proseguir un esmerado método de estudios, teniendo como acompañantes a su tío, Juan de Austria y su primo hermano, el príncipe Carlos, hijo del rey.

Pronto, los tres adolescentes de edades paralelas simpatizaron y gozaron en esta localidad: Juan de Austria sobresalió en la praxis intelectual, mientras que Farnesio lo hizo lustrosamente en las actividades físicas, aficionándose a la cacería, equitación o esgrima y cualquier otra enseñanza concerniente con el arte de la guerra.

En los apacibles intervalos de la niñez a la adultez entre las andanzas estudiantiles, se contemplaba a un Farnesio alegre, pródigo y apasionado del buen vestir, que al mismo tiempo, despedazaba corazones con su atrayente fisonomía; o su elegancia, que a más no poder lo convirtieron en un hombre caballeroso y digno que lo fue hasta el final de sus días. Cómo metafóricamente señalaríamos, en un abrir y cerrar de ojos, comenzaba a despuntarse un líder esperanzado en ofrecer su valía y la ocasión surgió con la ‘Batalla de Lepanto’.

Inicialmente, el 30/XI/1565 Farnesio contrae las nupcias con la princesa doña María de Portugal (1538-1577), Duquesa de Parma y Plasencia de cuyo matrimonio nacieron Margarita, Ranunccio y Eduardo Farnesio. En 1571, Juan de Austria es propuesto comandante de la Liga Santa, y ante la persistencia de su sobrino, le asigna el mando como lugarteniente de tres naves genovesas. En el transcurso de la acometida, decide el asalto de una galera y espada en mano, arremete por la borda y lucha a los turcos, haciendo honor de una valentía que le hace ganar el respeto de sus subordinados.

Este atrevimiento y arrojo de cara a los adversarios serán antológicos en la ‘Honrosa Carrera de las Armas’: había florecido una leyenda de triunfos y alianzas. Su vislumbre estratégico-operativo convulsionó la disposición de la guerra, al armonizarse el artificio con el temple, o la ingeniería con la artillería y extraer el máximo jugo a los Tercios Hispánicos.

Nada más que por su temperamento, enclaves como Maastricht, en el extremo Sur de los Países Bajos y Amberes, localidad portuaria en el río Escalda de Bélgica, son buen ejemplo de las plazas conquistadas. Sin inmiscuirse, su audacia inquebrantable, exponiéndose en la primera línea de fuego sin que le influyesen las descargas o balas retumbando como moscardones de plomo, porque antes se ponía en el lugar del soldado, que en el suyo propio como general.

De hecho, no le temblaba el pulso a la hora de colocarse la armadura, montar a caballo y capitanear galopadas ante los turbulentos holandeses. Asimismo, no iba a ser menos, que remangándose y cogiendo una pala, llanamente comenzase a excavar trincheras junto al resto de soldados rasos: estando al corriente de los oficiales de la alta nobleza de su Estado Mayor, entumecidos al verlo trabajar como uno más.

Por lo demás, era un varón racional e intuitivo que salvaguardaba con escrupulosidad la vida de sus hombres y sabía cuándo arengarlos para estimularlos; no intimidándose si llegado el caso tuviera que extinguir algún motín.

En el fondo, Farnesio calaba hondo a las gentes y como se ha expuesto, era tan buen diplomático como estadista. Conocía las dificultades psicológicas de sus hombres hasta reconducirlas; o, tal vez, derrotarlas.

Su perspectiva política era innovadora y anticipaba futuros acuerdos, previniendo que desembocaran en abruptas contiendas y se despilfarrara dinero. Hoy por hoy, estaría catalogado como un director de recursos humanos inigualable, por su perspicacia y agudeza en el acondicionamiento de los puestos más demandados.

Eran tantas las virtudes reunidas en Farnesio, que difícilmente la digerían muchos de sus compatriotas y más próximos, que a fin de cuentas se convertían en enemigos. Con este talante, los vulgares y recelosos tramaban la fórmula para estigmatizarlo, aguardando el instante adecuado.

Desde 1571 hasta 1577, respectivamente, sostuvo un espacio de inmovilidad instalado en Parma. No obstante, consumidos seis años desde la ‘Batalla de Lepanto’ y una vez Juan de Austria era Gobernador de los Países Bajos, al objeto que éste lo apoyara en su enemistad con los protestantes, lo dispuso al mando de los Tercios de Italia, abordando la ‘Campaña de Flandes’.

Es preciso recordar, que el protestantismo en las maneras de luteranismo, anabaptismo y fundamentalmente, calvinismo, incurrieron en errores teológicos que desde 1519 se engarzó en los Países Bajos. Toda vez, que Felipe II mantuvo la política religiosa de su padre, aunque más firme, expandiendo edictos contra le herejía y abrumando a los depravados con la Santa Inquisición. Sin soslayarse, el trance existencial que coincidió con censuras de índole política, religiosa y social, convictas con tumultos, saqueos generalizados de iglesias y monasterios y la ignición de iconografía católica.

Con estos mimbres, el ejército reclutado por los Estados Generales de los Países Bajos y las tropas de la Corona Española dirigida por Farnesio en la ‘Batalla de Gembloux’ (31/I/1578), venció a los protestantes y representó el desquite de las demarcaciones católicas meridionales. Conjuntamente, combatió en la ocupación de Nivelle y la toma de las plazas de Dalhem, Diest, Limburgo y Suhem.

Subsiguientemente, en 1578, Farnesio ocupó el puesto de Juan de Austria como Gobernador de Flandes, actualmente Bélgica, Holanda y Luxemburgo, al fallecer de tifus. Si bien, antes de expirar lo nombró como sucesor en la dirección de los Países Bajos, apuntalándose como un estratega talentoso no ya sólo al atesorar virtudes militares, sino de igual forma, por el sinnúmero de cualidades que lo adornaban.

Indiscutiblemente, en 1579, logra un acuerdo internacional mediante la Unión de Arrás, por el que algunas provincias del Sur de los Países Bajos reconocen la soberanía de Felipe II. En aquella superficie díscola, Farnesio empleó magistralmente las doctrinas políticas y militares heredadas, amplificando su competencia merced a sus contribuciones personales. En ningún tiempo antes de la realeza española, un hombre había desplegado tal combinación de destrezas.

Su proceder hablan por sí mismo: construyó y armó una base de operaciones en la región de Artois, al Norte de Francia y Hainaut, en el Norte de Flandes Occidental y Oriental y Brabante Flamenco, hasta prepararse debidamente para hacerse con las regiones de Brabante y Flandes, que consecutivamente cayeron hasta alcanzar el frente de Amberes, con un ataque que sometió a la ciudad el 15/VIII/1585.

Satisfecho Felipe II por la victoria alcanzada, le confirió la Orden del Toisón de Oro, que encumbraba a los defensores de la cristiandad. Estos trechos fueron los más provechosos de Farnesio y, posiblemente, de Felipe II en el laberinto de la ‘Guerra de Flandes’.

Pero, por decisivo que se entendiese el peso aglutinante de España para las Provincias Unidas que conformaban los Países Bajos, valga la redundancia, más trascendencia adquiría los Países Bajos para España. Desde estos y a través de ellos, se obtenían diversos géneros indispensables para el equipamiento de la agricultura e industria nacional y colonial; como las armas para los ejércitos y el mercurio para las minas de plata. Destacando esencialmente los cereales y pertrechos navales.

Paralelamente, el grano proveniente de Inglaterra y del Báltico, completaba las transacciones españolas del Mediterráneo, contrarrestando la penuria permanente de los centenos; la madera y otros abastos náuticos, eran un menester apremiante para una potencia naval de estas características cuyas demandas sobrepasaban sus capitales.

La exportación básica recaía en la lana y el mercado más significativo se extendía a los Países Bajos. Y, por si fuera poco, en el siglo XVI la lana española reemplazó la producción inglesa en los establecimientos textiles de esta zona; máxime, por la desvalorización de la facturación, unido a la vinculación política que permitía a los comerciantes españoles concursar en condiciones más óptimas.

Ni que decir tiene que con esta acción, repuso a la Corona Española las comarcas de los Países Bajos; aunque Zelanda y Holanda precisaron para su toma y requerimientos territoriales, la dominación del mar que, por entonces, se hallaba en manos de los rebeldes.

Con este matiz de interés para España, en 1586, Farnesio hereda de su progenitor el Ducado de Parma, Plasencia y Guastalla del que es conocido en Europa, quien ya lo era de por sí, con el sobrenombre el ‘Rayo de la guerra’. Transfiriendo la administración a su hijo Ranuccio (1569-1622), ante la coyuntura de solicitar al rey su ausencia con la intención de inspeccionar el Ducado. Pretensión, que no es admitida por S.M., al ser irreemplazable en la ‘Batalla de Flandes’.

Paulatinamente, su Hoja de Servicio era tan excepcional a favor de la Corona de España, que Felipe II no esconde su opinión para la empresa de Inglaterra. Tan sólo transcurrieron veinticuatro meses, 1588, en los que la Historia pudo haber variado: paréntesis puntual de la ‘Gran Armada’ y de la que los ingleses la distinguieron como la ‘Armada Invencible’.

Farnesio cumplió su misión, reuniendo a sus Tercios entre Calais y Dunquerque, compuso una flota de barcazas y lanchas, se proveyó de municiones y víveres hasta que la Armada alcanzase su posición para fletar a sus huestes, desembarcar en Inglaterra y sin prolongar en demasía la maniobra, someterla. Pero, finalmente, los Tercios no navegaron ante la falta de coordinación en los mensajes remitidos por los duques de Parma y Medina Sidonia.

Si los Tercios que puntualizo, como fuerza de seguridad, control y defensa de la Monarquía Hispánica, entendidos como un ejército configurado por voluntarios profesionales, y no de levas para una campaña o la contratación de mercenarios empleados en otros estados occidentales hubiesen desembarcado en su destino, la intervención anfibia se valoraría como antecedente del ‘Día D’.

Lo cierto es, que la incursión malograda fue el detonante que acechaban los contrincantes de Farnesio, que inmediatamente promovieron su desliz particular a oídos del rey, con artimañas y calumnias disfrazadas, al culpabilizarlo de depravar fondos y hacer y deshacer a su capricho el Flandes, que con la yema de los dedos estaba a punto de apaciguar y cohesionar.

Recuérdese al respecto, que Flandes aunaba la franja Norte de Bélgica, circunscribiéndose al Norte, con los Países Bajos y el Mar del Norte; al Sur, con Francia y el contorno de Valonia; y al Este, con los Países Bajos y Alemania.

En esta situación de acometimiento incesante, en 1589 es asesinado el rey de Francia Enrique III (1551-1589), llegando al trono Enrique IV (1553-1610). Circunstancia señalada en la que Farnesio se encamina con su ejército para luchar con el bando católico enfrentado al monarca recién venido.

Farnesio, que con anterioridad rechazó traspasar el poder político a su madre, según deseo expreso de Felipe II, no pudo defender el asedio de Cambrai y al año siguiente entregó Amberes, emporio comercial y financiero. El conflicto interminable en el que murió el Duque de Orange, se ultimó con la invasión de Bruselas y Gante, y el restablecimiento de Amberes por el protagonista de este texto.

Repentinamente, Farnesio ha de acudir en auxilio de Nimega para liberarla, sucediéndose el curso belicoso y de escaramuzas entre los frentes; si acaso, haciéndose más complicado sostener la potestad de las áreas por la extenuación de sus tropas, y como resultante del refuerzo de los británicos al bando rebelde.

“A marcha concitada, bien por tierra o en aguas temerarias, los Tercios lidiaron en estos dos universos como si de bastiones se tratase; tal era la contracción que enardecía a unos y otros, que hermanados se juramentaban para hacer gloriosas sus proezas”

Concluyentemente, en 1592, su milicia rescató Ruán, ubicada al Norte y a orillas del río Sena, acordonada por los galos a los que reiteradamente contuvo en la ‘Batalla de Aumale’, con lo que apuntaló el racionamiento de París. Más tarde, retornó a Francia, en concreto a Arras, en la abadía de Saint-Vaas, donde disminuido físicamente fruto de una herida de bala en la pugna de Caudebec y carente de apoyos en la Corte, expiró.

En consecuencia, los Viejos Tercios bregaban en el rompecabezas de Flandes, dispuestos con maestría por Farnesio, intrépido e inmutable a sus consignas, hasta ser imperecede+çros, inexpugnables y reverenciados; pero, el resplandor de aquel majestuoso sol decaía, y por aquel 1581, fecha memorable de este pasaje, sumergidos en contiendas regularmente desiguales, los españoles desafiaban aminorados de efectivos, aunque henchidos de espíritu y sutileza, el embate de la que hoy es Bélgica, por una coalición militar de ingleses, franceses, holandeses y un buen número de levantiscos flamencos protestantes.

O lo que es lo mismo: muchos, contra pocos.

A marcha concitada, bien por tierra o en aguas temerarias, los Tercios lidiaron en estos dos universos como si de bastiones se tratase, fusionado a la climatología aciaga, con temporales y frío que agravaba las muchas carencias y el agotamiento esforzado al fragor de Farnesio, herido en sus descubiertas en derredor y por ser blanco directo para las armas defensivas. Tal era la contracción que enardecía a unos y otros, que hermanados se juramentaban para hacer gloriosas sus proezas.

Queda claro, que de cuantos hombres sirvieron a Felipe II, Farnesio era el más cabal y espontáneo, de discernimiento poco común, minucioso y esmerado con sus deberes, porque su justicia era proverbial.

Este es el retrato deslumbrante que centellea con luz propia en el infinito del Imperio Hispano: hoy, cinco siglos después, la evocación de Farnesio se mantiene viva a través de los tiempos impertérritos en los Ejércitos de España.

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