Opinión

Los agentes químicos que ensombrecieron la rebelión bereber (y II)

Si las reglas de juego político-militares vislumbraban en la teoría el uso masivo de gases tóxicos con la finalidad de producir el mayor descalabro posible al adversario y obligarlo a someterse, en la práctica, ya fuese por inconvenientes en la obtención de la sustancia tóxica, como demoras en la carga de los proyectiles y bombas de aeronave, o vicisitudes en ocasiones sumamente complicadas en los depósitos o percances que precisaban detener la producción; o bien, por deferencias de orden político que no siempre sugerían su puesta en escena, lo cierto es, que ni la artillería y aviación llegaron a emplearlo masivamente, limitándose de modo selectivo a objetivos y cabilas concretas.

En este aspecto y evaluando el encuadre de una proyección bélica global, la guerra química hubo de circunscribirse dentro de una estrategia más amplia de guerra total, al acomodo del gas junto a bombas de elevado poder explosivo e incendiarias, no ya sólo contra puntos defensivos rifeños, trincheras o blocaos, sino asimismo, contra zocos, plantaciones y cualquier otro elemento inquietante del avispero marroquí.

Además, la notable presencia de fuentes bibliográficas que se hallan en los archivos miliares a disposición de estudiosos y analistas, permite hilvanar el desenvolvimiento de la aeronáutica militar española en el conflicto rifeño, poniendo de relieve la paulatina adaptabilidad tanto del personal como de los aparatos de vuelo. Con lo cual, corresponde traer a la memoria que en noviembre de 1913, los pilotos se convirtieron en los primeros aviadores de la Historia en efectuar un bombardeo aéreo, con el añadido que su táctica y material se optimizaron durante la totalidad del entresijo norteafricano.

Con el transcurrir de los trechos, existen evidencias del lanzamiento de gases por cañones de 155 milímetros, pero dadas las restricciones en la maniobrabilidad de la artillería, entre otros motivos, por la disposición abrupta del terreno y su alcance o radio de acción, la concentración se centralizó en posiciones específicas del frente y el menester de la guerra química sobre enclaves distantes, con su incuestionable fuerza efectiva y psicológica que reincidió en la aviación. Sobre todo, desde los prolegómenos de 1924, en la que sus integrantes hubieron de desafiar otra modalidad de hacer la guerra para la que no habían sido adiestrados adecuadamente.

“En el amplio sentido de la palabra, la Guerra del Rif puede concebirse como un combate convencional, con un complemento suplementario de guerra química que constituyó una faceta principal de la contienda, pero no la definitiva”

Luego, la ‘Guerra del Rif’ con su líder carismático del movimiento anticolonial al frente, se erigió en la primera del siglo XX en la que la aviación ejerció por entero su protagonismo poniendo en escena los gases tóxicos.

En atención a un documento reservado remitido por la Alta Comisaría de Marruecos al Comandante General de Melilla, se sabe de buena tinta que en el mes de octubre de 1922, se tomó la decisión de establecer una comisión para la aplicación del manejo de bombas y la elaboración de gases tóxicos para la aviación.

Mientras tanto, para consumar el elenco de acometidas con gases tóxicos hubo que echar mano de los stocks extranjeros que proporcionaban bombas de 11 kg., y como no, de las recomendaciones técnicas para la carga posterior de los proyectiles de artillería. Para ser más preciso en lo fundamentado, concerniente a la casa francesa Schneider que aportó al Parque de Artillería de la Maestranza de Melilla personal cualificado y material.

Hay que tener en cuenta, que el primer ataque aéreo con gas tóxico lo ejecutaron los biplanos Bristol F.2B Fighter correspondiente al 4º Grupo de Escuadrillas durante los días 14.26.28/VII/1923 en el poblado de Amesauro perteneciente a la cabila de Tensamán. Igualmente, a partir de agosto de ese mismo año, se asienta en la documentación la efectividad de bombas de gas tóxico en el polvorín de Nador, registradas como ‘bombas X’ con una media no inferior a 200 unidades.

Al hacer referencia al gas tóxico y los embates aéreos, irremediablemente, hay que remitirse a las memorias documentadas por el militar y aviador Ignacio Hidalgo de Cisneros y López de Montenegro (1896-1966). La asimilación de sus relatos que han de ser examinados escrupulosamente, nos encamina a sopesar que inicialmente el Alto Mando tanteó en los polimotores franceses Farman F.60 Goliath, una de las principales aeronaves en la plasmación de las primeras aerolíneas y rutas comerciales en Europa tras la ‘Gran Guerra’ para el lanzamiento de bombas de gas.

Este avión comercial, a pesar de ocasionar múltiples contrariedades para su satisfactoria preservación y alojamiento en los aeródromos marroquíes, iba a ser el único en estar capacitado para lanzar entre 4 o 6 bombas de 100 kg. que, según Hidalgo de Cisneros, eran de iperita y pertenecían a los stocks de los aliados de guerra.

Los aviadores y técnicos españoles comenzaron una estimación de las bombas cargadas con gas tóxico y, continuando con la correlación numérica de las bombas de gas reconocidas con la sigla C, llegaron a la determinación que el modelo C-5 con 20 kg. de iperita, era sin duda el más valioso para estos ataques. Del mismo modo, entre los años 1923 y 1927, la verificación de los partes de almacenamiento y lanzamiento de bombas de los diversos gases tóxicos con su consiguiente exploración, como el fosgeno, la cloropicrina y la iperita, apuntalaron la tesis del progreso gradual dependiendo de la efectividad de las mismas.

Si en 1924 las bombas C-1 dispuestas por iperita de 50 kg. y C-2 por iperita de 10 kg., respectivamente, parecen ser las más empleadas para tales misiones, a partir de 1925 y hasta las postrimerías de la ‘Guerra del Rif’, la C-5 destaca sobre el resto. A posteriori, el Alto Mando se percató de que las elevadas temperaturas del plano septentrional marroquí eran dañinas para los efectos desencadenantes del gas, optó por la peripecia de hacer valer el gas en vuelos rasantes nocturnos, como misiones que se habían ejecutado antes del lanzamiento de gas tóxico por la aviación.

Fijémonos en el documento del Servicio Histórico Militar de fecha 16/V/1922 que dice al pie de la letra: “Se ha pedido a la Superioridad medios para efectuar vuelos de noche y bombardear los sitios en que haya concentraciones enemigas. También se dispondrá en breve de proyectiles cargados de gases que convendrá lanzar poco antes de amanecer”. De la misma manera, indica literalmente: “A fin de que la eficacia de uno y otro sea máxima, conviene que el servicio de información precise si es posible el lugar en que duermen los enemigos reunidos en harcas, detallando si el mismo que ocupan durante el día o se reparten por los aduares más próximos a los campamentos de la harca”.

Queda claro, que las incursiones nocturnas perpetradas tanto por la artillería como la aviación, se proyectaban por objeto que los gases no se evaporasen por efecto de las altas temperaturas, sino que no se propagaran y acrecentara su persistencia en la extensión en curso.

Pero, ¿cómo dotaciones apenas entrenadas y curtidas en la manipulación y prevención de los efectos del gas lanzaron bombas tan peligrosas? Es indiscutible que no faltaron obstáculos técnicos y humanos en el recurso del material químico.

Adentrándome reiteradamente en las fuentes gráficas, el historiador e hispanista británico Sebastián Balfour (1941-81 años) hace alusión a los informes realizados en 1924, en los que pone énfasis a la exigua o casi nula efectividad de la aviación, que habitualmente hostigaba a la misma hora de la mañana y la tarde en actuaciones desarrolladas por un avión y, excepcionalmente por tres en las jornadas de mercado.

Ni que decir tiene, que sin el factor sorpresa, se advierte por la simple razón de que los prominentes bochornos norteafricanos imposibilitaban a todas luces las maniobras al mediodía o media tarde, debido a que como demuestran los informes de los talleres de mantenimiento de la Escuadra de Marruecos, las averías y desperfectos predominaban en los sistemas de refrigeración o el recalentamiento de los motores, lo que inducía a un acusado deterioro de los aeroplanos.

Por otra parte, prescindiendo del caso de misiones de reconocimiento, la coyuntura de consignar un único aparato para arrollar un objetivo, estaba más vinculado con la táctica de reservar medios y material. Sin soslayar, el empeño psicológico de la presencia aérea permanente, en función de un contrincante diseminado con planes proverbiales de hostigamiento, cuya fuerza de gravedad residía en las guerrillas y a la que únicamente podía neutralizarse en intervalos precisos, como el día de la celebración de los zocos.

Amén, que para salir del paso ante ambas disyuntivas, se apeló a la astucia de los vuelos de bombardeo nocturno, tanto con anterioridad a la alborada como con noches despejadas, en que al quebranto de las bombas se ensamblaba el efecto dominó de la moral, entorpeciendo la tregua del enemigo e instaurando un estado de guerra persistente.

Desde 1913 en que se implementó el primer bombardeo aéreo, se había prosperado en dicha táctica, hasta el punto, que en 1921 se estableció en los Alcázares de Murcia la Escuela de Tiro de Bombardeo Aéreo, donde un amplio elenco de pilotos y observadores que volaban en África habían cristalizado sus estudios.

No hay que eludir de esta disertación, la intricada orografía del Rif, que imponía la concentración de fuegos de ametralladoras y bombas en parajes de difíciles acceso, siendo sometidos al fuego rifeño desde varias elevaciones. Así, la única manera de adecuar los suministros y proceder convenientemente a la cobertura de los soldados, no era otra que vuelos a muy baja elevación entre los cien metros aproximadamente y con el respaldo de sus dos o tres ametralladoras, arremetían contra el objetivo para arrojar bombas bajo las incontrastables descargas enemigas que producían importantes pérdidas de tripulantes y aparatos.

Esta atrevida y me atrevería a llamar temeraria táctica apodada como ‘vuelo a la española’, sería más tarde suprimida por Alfredo Kindelán Duany (1879-1963), al ocupar la Jefatura de las Fuerzas Aéreas en Marruecos el 27/VIII/1922.

El militar y aviador interpretó que era poco segura en cuanto a la imponente pérdida de vidas humanas que ocasionaba, encaminando el procedimiento a un bombardeo más bien sistemático y planificado.

En tanto, el material volante se inclinó en la ‘Campaña de Marruecos’ y se emprendió la titánica tarea de componer una reserva lo bastante suficiente de bombas, con la premisa que la cobertura sobre los objetivos fuera prolongada. Ya, en la última etapa de 1923, se entrevió la necesidad de disponer de 1.000 bombas de 11 kg. y otras tantas asfixiantes de repuesto, hasta elevar la cifra a 12.000 de trilita.

Más adelante, se confirman escritos que inducen a presuponer que el automatismo demoledor del gas contra las cabilas más obstinadas, como la de Beni Urriaguel, estuvo cavilando en la mente de los estrategas militares españoles, quienes llegaron a computar textualmente que “con un repuesto de 1.000 bombas de 11 kg. de gases o 3 de 50 kg., se limpiaba completamente en día de calma un kilómetro cuadrado de terreno. Es decir, que con casi 8.000 bombas de 11 kg. o 1.000 de 5 kg., quedará irrespirable la atmósfera de Beni Urriaguel con un gasto de 3 o 4 millones de pesetas”.

Toda vez, que la realidad iba a ser otra, porque las reseñas traslucen cuáles eran en la práctica la producción y existencias de los polvorines y en base a estas variables, hubo que regular su manejo, tal y como se desprende de la documentación analizada: “Como no se dispone de momento de esta clase de bombas en la cantidad necesaria y, en deseo de proporcionar una solución práctica y de rápida realización, creo debe limitarse la acción, por el momento, a bombardear con gases y bombas incendiarias los poblados, caseríos y fortificaciones enemigas, así como los grupos y ganados, y con granadas incendiarias los sembrados de maíz, silos y bosques”.

Por lo tanto, en el amplio sentido de la palabra, la ‘Guerra del Rif’ puede concebirse como un combate convencional, con un complemento suplementario de ‘guerra química’ que constituyó una faceta principal de la contienda, pero no la definitiva.

No cabe duda, que en los últimos días de enero de 1923, tras la puesta en libertad de los prisioneros españoles en Axdir, el Alto Mando hubiese suspirado por contar con el mayor número posible de bombas de gas tóxico para lanzárselas a los rifeños, pero esta ambición colisionó con varios impedimentos técnicos en el transcurso de la hostilidad, como la obtención de la sustancia química oxol, que abastecían los alemanes para la elaboración de la iperita.

Por ello, la administración española requirió desde mediados de 1924 la presencia de personal experimentado para apresurar la producción al compás de 100 bombas diarias y, con tal finalidad, en octubre de ese mismo año viajaron a Melilla dos expertos.

Además, la cadencia de fabricación se veía apremiada por las imposiciones del Gobierno del Directorio Militar de Miguel Primo de Rivera y Orbaneja (1870-1930), quien recientemente había evitado una tentativa de indisciplina de Altos Mandos, cuando dispuso el repliegue de tropas españolas en la región occidental a una línea defensiva secundada en la ocupación de diversos puntos en la costa, lo que muchos descifraron como una primera etapa de dejadez del Protectorado.

 

Digamos que era de obligado cumplimiento para la opinión pública en general ver cumplidas algunas de las expectativas en las nuevas armas, especialmente, en las que atañen al gas. Sin embargo, las superioridades de la aviación diseñaron una estrategia direccionada a lógicas técnicas y políticas, de forma que no se operó con un bombardeo tóxico indiscriminado sobre el Rif. El gas quería usarse selectivamente sobre las cabilas que integraban el corazón de la resistencia, como desenmascara el comunicado del Comandante General de Melilla al Jefe de las Fuerzas Aéreas con fecha 30/VIII/1923: “Ruego llame al Teniente Coronel Kindelán y le presente proyecto de división por zonas cabilas Temsaman y Beni Urriaguel, con el fin de que por días vaya batiendo intensamente cada una de ellas hasta terminar con todas, empleando para ello cuantas clases de bombas tenga de trilita, incendiarias y de X”.

Posteriormente, los acometimientos contra objetivos calificados de primerísimo orden fueron una constante en la destreza mantenida por los Altos Mandos, ante un rival demasiado virtuoso, expeditivo e incansable en el terreno y amoldado a sus habilidades y artimañas.

Entre otros asuntos de relevancia, hay que recordar que en Melilla se originaron importantes percances en la instalación y una reacción violenta de los gases, debido a cuerpos extraños o impurezas del oxol empleado como primera materia y de calidad inferior a la remesa remitida en 1924. Los ensayos químicos practicados demostraron que era impropia y peligrosa para el proceso al que estaba emplazado.

Curiosamente, de los bidones examinados, únicamente tres eran admisibles, mientras que el resto ponían en riesgo el establecimiento y podía causar víctimas mortales entre el personal, porque los desprendimientos impetuosos de gases en cualquier momento producían una explosión. De hecho, hubo de detener la elaboración de la sustancia para la carga de las bombas C-5, hasta que los desperfectos inspeccionados en los reactores de producción de iperita fuesen subsanados.

Por lo demás, el taller de Melilla era el único que procesaba gases tóxicos y estaba llamado a suministrar bombas no sólo a la artillería y la aviación de este territorio, sino también surtir a la región occidental del Protectorado. De forma, que si se limitaba considerablemente la producción, había que echar mano de las existencias en las cantidades.

Las incesantes intermitencias en la fabricación de los gases por averías u otras irregularidades inesperadas, hacían que las existencias se acortasen y hubiese que condicionar su empleo, aun en condiciones en los que las previsiones estratégicas lo contemplasen pertinente. Análogamente, hubo momentos en los que se descubrieron escapes de gas en las carcasas de las bombas, hasta derivar en la manipulación minuciosa y enterramiento de los artefactos.

A propósito de los accidentes observados en los reactores de elaboración de la iperita, hay que remitirse al Informe efectuado por el Coronel Director del Parque de Artillería de la Maestranza de Melilla, por el cual, las operaciones verificadas por los equipos que se encargaban de la producción, acarrearon lesiones y algunas graves, con la peculiaridad que el mismo autor de los datos a la hora de supervisar los trabajos había resultado afectado de conjuntivitis y la tropa que participó dejó numerosas bajas.

Mismamente, los aviadores y la plantilla representante de la producción de gases tóxicos no fueron los únicos que padecieron estos efectos y con este tipo de granadas o bombas, pues hubo episodios de individuos afectados por el gas.

Véase que numerosos soldados desembarcados en Alhucemas experimentaron las emanaciones de una nube de gas cuando se invirtió el sentido del viento en el ataque. O en los bombardeos con iperita realizados en Anyera, tras el alzamiento de esta cabila en 1924, cuando el gas de las bombas transferido por la ventisca, descendió sobre las fuerzas españolas entre las que causó cuantiosos heridos.

Y qué decir de las repercusiones y derivaciones de los gases tóxicos en los rifeños, con cientos por miles de muertos entre sus filas, pero no ya sólo entre los guerrilleros, sino también la población, porque los pilotos, además de lanzar bombas sobre las aglutinaciones de harqueños, las evacuaban en los poblados y zocos, ya fuese la jornada o víspera de mercado.

Dada la persistencia temible de la iperita o gas mostaza, el sector quedaba totalmente contaminado durante dos o tres semanas aproximadamente. El rastro de este gas vesicante provocaba desde quemaduras en la piel hasta hinchazón de los ojos, ocasionando vómitos y una ceguera transitoria y, por supuesto, inhalando grandes proporciones, deterioraba el tracto respiratorio hasta ser letal. Otro rasgo es que humedecía la indumentaria y continuaba provocando dolencias nefastas en los individuos, incluso si dejaban pasar tiempo antes de volver a vestirse.

Es de suponer, que ante las causas no sólo físicas sino morales que promovían los bombardeos con gases entre el conjunto poblacional, es probable que los cabecillas rifeños tratasen de no ponerlo en evidencia, al objeto de no contagiar el horror generalizado que, paulatinamente iba creciendo.

En lo que incumbe a los reproches y recriminaciones en la esfera internacional, si las críticas de Abd el-Krim fueron innumerables, no existen referencias determinadas al uso de gases. En una misiva del caudillo rifeño destinada a la Sociedad de Naciones el 6/IX/1922, se refiere únicamente a la “utilización de armas prohibidas”, y sobre el empleo de gases tóxicos concurrieron acusaciones encarriladas al organismo internacional por partidarios del líder supremo magrebí, o bien, por raciocinios humanitarios.

“Años más tarde, la inercia en la carrera de las armas químicas ha producido dramáticas secuelas para la salud de los rifeños, al sufrir infecciones y mutaciones genéticas que, irremediablemente, han desembocado en cánceres, además de trastornos psíquicos como la angustia, la depresión o el pánico crónico”

Consecuentemente, entre los años 1921 y 1927, el ejército colonial español castigó con duros bombardeos y de manera sistemática los núcleos de la demarcación del Rif para extinguir las perturbaciones independentistas, quedando punteado en los rifeños la fogosidad desplegada por la aviación, quiénes todavía recapitulan a través de la memoria oral como en un abrir y cerrar de ojos, los objetos volantes surgían y se esfumaban, desintegrando todo lo que estaba a su paso.

Como es de sospechar, los cronistas franquistas amordazaron y enmudecieron esta cuestión y las autoridades marroquíes no han mostrado el más mínimo interés por desentrañar los acontecimientos. Evidentemente, ello tiene su artificio: al tantear que el régimen marroquí esgrimió armas químicas contra la sublevación rifeña entre 1956 y 1958, una vez empeñada la independencia.

Años más tarde, indagaciones y pesquisas de científicos extranjeros han corroborado que la inercia en la carrera de las armas químicas ha producido dramáticas secuelas para la salud de los rifeños, al sufrir infecciones y mutaciones genéticas que, irremediablemente, han desembocado en cánceres, además de trastornos psíquicos como la angustia, la depresión o el pánico crónico.

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