Opinión

Los agentes químicos que ensombrecieron la rebelión bereber (I)

El esclarecimiento de los hechos históricos que seguidamente fundamentaré en el septentrión marroquí, forjado sobre el inhóspito suelo y bajo el ardiente sol africano, ciertamente, entrevé una travesía de exploración ineludible con la finalidad de precisar las aristas de esta responsabilidad, en caso de que se constate.

Sobrepasada la imprecisión sobre la autenticidad de los testimonios en el empleo de gases durante la ‘Guerra del Rif’ (8-VI-1921/27-V-1927), se perpetúa la imperecedera cuestión sobre los precedentes por los cuales España optó por los automatismos propios de estas armas, siendo a posteriori acusada de crímenes de guerra, porque el 17/VI/1925, había suscrito el Protocolo de Ginebra por el que diversos estados se comprometían a no aplicar gases asfixiantes, tóxicos o similares y de medios bacteriológicos. Toda vez, que no se impedía explícitamente su permisible producción y almacenamiento.

Esta materia calificada por algunos autores de escabrosa, se halla inextricablemente trabada al escenario al que me remito y en el que se desencadenaron los hechos deplorables. Y es que, por vía de comparación, debe extraerse del baúl de los recuerdos que otros países se valieron de las armas químicas durante los años veinte, y que el asunto de la responsabilidad histórica en dichos conflictos ni siquiera se ha sugerido. Así, haciendo una breve puntualización al trasfondo de esta observación, con carácter general se considera ‘arma química’ a toda sustancia, dispositivo o equipo que, por su acción química sobre los procesos vitales, puede ocasionar la muerte, incapacidad temporal o lesiones permanentes en seres humanos o animales.

A las armas químicas, junto a las nucleares y biológicas, se le suele asociar las radiactivas, que componen las denominadas armas de destrucción masiva según la Organización de Naciones Unidas, y como tales, están totalmente prohibidas por diversos tratados y convenios que conciernen a la Comunidad Internacional.

“Acorde al principio de guerra de guerrillas y expertas en la emboscada posibilitando por el vasto terreno accidentado, las huestes rifeñas no impidieron que contra todo pronóstico se empleasen armas químicas para contrarrestar la turba de acontecimientos de las tribus del Norte”

A pesar de la conciencia prematura de las horribles derivaciones del manejo de estas armas, más las tentativas redundantes por restringir su utilización, lo cierto es que a día de hoy se han continuado afinando, produciendo y consagrando. Pero, para una visión sucinta del devenir de las fuerzas tribales rifeñas en cuanto a esta realidad, es preciso comenzar exponiendo que España confeccionó e introdujo armas químicas para sofocar el pronunciamiento bereber.

Las derrotas iniciales sufridas por el ejército español de África con significativos números de extintos, indujeron al Alto Mando a decidirse finalmente por este tipo de armas. Se manejaron primordialmente el gas mostaza, pero también el fosgeno y la cloropicrina. En principio estos productos se obtuvieron en Francia, pero después se comenzó a producir el primero de ellos a partir del tiodiglicol adquirido en Alemania.

De hecho, en 1921, se estableció una planta rudimentaria de carga de agentes químicos en Melilla. Del mismo modo, España se convirtió en la pionera que echó mano de la descarga directa desde aeronaves como medio de dispersión de los agentes. Posteriormente, se dispuso de un edificio de producción denominado Fábrica Nacional de Productos Químicos en La Marañosa, a unos veinte kilómetros de Madrid, que a mediados de los años veinte elaboraba mostaza, fosgeno y otros agentes que se trasladaban a Melilla.

Inmediatamente a la consumación de la ‘Segunda Guerra Mundial’ (1-IX-1939/2-IX-1945), la edificación anteriormente mencionada dejó de fabricar agentes desmantelándose los que quedaron en stock y dedicándose únicamente a la producción de materiales energéticos convencionales para las Fuerzas Armadas.

Con estos mimbres y acorde al principio de guerra de guerrillas, las huestes rifeñas adaptadas inmejorablemente a las condiciones climatológicas, incluso a sus indumentarias de tonalidades terrosas que actuaban de extraordinario camuflaje y expertos en la emboscada posibilitado por el vasto terreno accidentado, como telón de Aquiles de las columnas españolas, ello no impidió que contra todo pronóstico se empleasen armas químicas para contrarrestar la turba de acometimientos de las tribus del Norte, sobre todo, después de la hecatombe sufrida en Monte Arruit (9/VIII/1921).

Ni que decir tiene, que las bombas usadas, principalmente la iperita o el gas mostaza, el fosfógeno y la cloropicrina, se desenvolvieron en el Protectorado bajo la verificación de firmas alemanas, y aunque perturbaron de lleno a la urbe nativa, el propósito principal radicaba en los campos de cultivo, por lo que los rifeños se vieron ante el menester de abordar el territorio francés para conseguir alimentos.

Como es sabido, a la finalización del conflicto bélico con la victoria de la coalición franco-española y la rehabilitación del Protectorado, España pasó por encima del Tratado al no existir la más mínima duda que el 14/X/1921 se autorizaron por Real Orden Circular las instrucciones para el tiro de neutralización con granadas de gases tóxicos, apuntalando con contribuciones económicas el apoyo para su inminente fabricación.

Primeramente, es imperativo comenzar exponiendo que conocidos ordinariamente como ‘gases de guerra’, la amplia mayoría son líquidos y algunos volátiles. Es decir, una vez diseminados en el sector de ataque se volatilizan vertiginosamente; mientras que otros, más tenaces como la iperita, es un líquido que no presenta un elevado nivel de oscilación en contraste con otros agentes químicos.

Si en el desarrollo de la ‘Guerra del Rif’ el gas que más se comentó recayó en la iperita, posiblemente, por la repercusión que produjo su plasmación durante la ‘Primera Guerra Mundial’ o ‘Gran Guerra’ (28-VII-1914/11-XI-1918), no sería el único, ya que otros como el fosgeno y la cloropicrina, también entraron en la balanza.

Comenzando por la iperita, también conocida como el gas mostaza, su volatilidad no es muy prominente y la continuidad será mayor o menor, dependiendo de la temperatura de la superficie en la que se disponga. Cuanto más superior sea la temperatura, en mayor escala se presentará la volatilización y, por tanto, menor la persistencia.

En horas nocturnas, como consecuencia a que el enfriamiento de la tierra se refleja en las capas más bajas y el aire es más frío, los gases o líquidos volatilizados tienden a contenerse y no se propagan. A diferencia con el día, en que el recalentamiento por absorción de la radiación solar atañe a las capas más bajas y, en este caso, el aire se encuentra más caliente, por lo que los gases o líquidos evaporados se reparten, empequeñeciéndose la persistencia del agente, pero afectando a las personas con las que se entrecruza al ir escalando en su repercusión.

Hay que recordar al respecto, que la iperita corresponde al grupo de los gases conocidos como vesicantes. Desde el enfoque fisiológico arremete con mayor o menor ímpetu, estando en manos de su concentración tóxica los tejidos de revestimiento engarzan las capas superficiales de la piel, hasta causar lesiones similares a quemaduras y otros órganos como los ojos, en los que puede originar desbarajustes digestivos como diarreas y vómitos; o cardiovasculares, con el desplome de la presión arterial y nerviosos como astenia y coma; e incluso la muerte, tras pocos horas de ocurrir la inhalación.

En paralelo, el fosfógeno y la cloropicrina son agentes neumotóxicos. El primero no induce a quemaduras, siendo la vía de intoxicación la pulmonar. Una vez aspirado, altera la porosidad de la membrana alveolar ubicada al final del tracto respiratorio y que es donde ciertamente resulta la compensación del oxígeno que pasa a la sangre y del dióxido de carbono para ser desprendido. Al quedar cambiada la permeabilidad de esta membrana, pasa líquido al espacio intersticial, lo que hace que el individuo arrastre serios inconvenientes para respirar, al imposibilitarlo dicho líquido que se interpola, el oxígeno pueda llegar hasta la sangre.

Y segundo, la cloropicrina se resiste en las partes altas del tracto respiratorio sin llegar a la membrana alveolar, por lo que los envenenamientos se consideran menos graves que el fosfógeno. Al diluirse en el agua de las secreciones bronquiales, origina ácido clorhídrico que deteriora el tracto respiratorio, aunque si llegados el caso la concentración aspirada es elevada, puede perjudicar a los alvéolos.

De cualquier manera, valorando que los vesicantes y los neumotóxicos son agentes distintos y los elementos de acción no son los mismos, el que un agente químico sea incapacitante o mortal incumbe a su toxicidad intrínseca, pero también a la concentración respirada y al tiempo de exposición. La aspiración de iperita crea lesiones en el aparato respiratorio y es un hecho comprobado que en 1915 con la ‘Primera Guerra Mundial’, los sujetos que fallecían seguidamente a las agresiones con la misma, no era ni mucho menos por las quemaduras de la piel, sino porque inhalaban importantes concentraciones del componente químico que irreparablemente golpeaba al tracto respiratorio.

Curiosamente, los legajos y documentos patrimoniales del Servicio Histórico Militar, refieren los gases tóxicos de modo eufemístico con enunciados como ‘bombas de iluminación’ o ‘bombas especiales’, pero en cuantiosas circunstancias las señalan claramente, a veces genérica sin detallar a qué gas nos estaríamos refiriendo. Si bien, en otras muestran visiblemente la designación del gas. Llámense, iperita, fosfógeno y cloropicrina. Sin embargo, las tipologías de ‘bombas’ se exponen con un distintivo en clave que compete al contenido y peso de cada una.

Compendiados los agentes químicos aplicados en el Rif, poco más tarde del ‘Desastre de Annual’ (22-VII-1921/9-VIII-1921) y el desmoronamiento de la Comandancia de Melilla en ese mismo año, comenzaron a alzarse en España un sinfín de voces derivadas del Congreso y la prensa, insistiendo en el uso de los medios ofensivos oportunos, incluyéndose los gases tóxicos para acabar con el contingente nativo liderado por Abd el-Krim (1883-1963), cuyo nombre completo es Muhammad Ibn ‘Abd el-Karim El-Jattabi.

En otras palabras: dominar íntegramente la zona resuelta por las armas e infligir a los rifeños un duro escarmiento. Luego, cabría interpelarse en qué intervalo puntual se tomó la decisión de hacer valer los gases tóxicos en este contexto. En la mensajería telegráfica entre el Ministro de la Guerra, Luis Marichalar y Monreal (1873-1945) y el Alto Comisario, General Dámaso Berenguer Fusté (1873-1953) de fecha 12/VIII/1921, el primero declaraba que se estaba operando para su adquisición de “componentes de gases asfixiantes para su preparación en Melilla”, y el segundo, en todo momento “refractario” a explotarlo contra los rifeños, los dedicaría con “verdadera fruición” por lo que habían cometido.

Si la evasiva a recurrir a los gases tóxicos parece remontarse al mes de agosto de 1921, acto seguido a la escabechina perpetrada en Monte Arruit, no parece en cambio, que se hiciese empleo de ellos en los meses subsiguientes, a juzgar por las publicaciones impresas que insistentemente lo seguían demandando.

En esta determinación tuvo su encaje inapelable el apetito de resarcimiento del ejército y algunas esferas de la opinión pública por las matanzas cometidas en Zeluán por las fuerzas cabileñas, epítome del ‘Desastre de Annual’, así como la necesidad de finiquitar aquella guerra improductiva, empleando los medios militares más sofisticados por indignos que éstos fueran. Pese a todo, si la medida de utilizar gases tóxicos afloró por las derrotas cosechadas, queda en la sospecha si España disponía de algún tipo de gas o algo que se le asemejara, aunque no lo hubiese aplicado en ningún tiempo antes. Eso es al menos lo que apuntan algunos escritos de fuentes rifeñas en los archivos del Ministerio francés de Asuntos Exteriores.

Fijémonos en la figura del caíd Haddu ben Hammu y en una carta remitida a Abd el-Krim el 31/VIII/1921, en la que solicita que no suelte a ninguno de los prisioneros españoles, entre ellos, el General Felipe Navarro Ceballos-Escalera (1862-1936), porque si los libera, dice literalmente: los españoles “os destruirán con bombas envenenadas”.

Este recado parece dar a entender que los rifeños disponían de alguna información de que el ejército español estaba por la labor de echar mano de los gases tóxicos, aunque no se sabe con certeza si era porque ya los poseían o pronto se aprestaban a obtenerlos. Nuevamente, Haddu ben Hammu vuelve a referirse en otra de las misivas pertenecientes a los días 2.6/XII/1921, respectivamente, en la que parece insinuar que las facciones resistentes disponen de algunos gases tóxicos, no sólo porque les era viable extraerlos en la demarcación francesa, sino porque se los habían arrebatado a las tropas coloniales españolas.

De esta correspondencia parece desglosarse que, además de los instrumentos de guerra convencional, los españoles acomodaban en algunos puestos militares proyectiles con gases tóxicos y que la horda de turbantes se habría apoderado de ellos junto con otros materiales. Obviamente, si no lo habían usado antes del ‘Desastre de Annual’, ello sería por motivos de orden político o técnico.

Primero, desde el prisma político, porque tras el desenlace de la ‘Gran Guerra’ en la que se exprimieron masivamente, la aldea global desaprobaba unánimemente su empleo. Asimismo, el Mando español estimó que en aquellas coyunturas no era políticamente congruente utilizarlos contra los rebeldes rifeños, considerando que las teorías, medios, estrategias y tácticas tradicionales bastarían para derrotarlo. Y, segundo, porque España no disponía de cañones adecuados para el lanzamiento de granadas cargadas con gases, como de recursos humanos entendidos en su manipulación.

Por lo demás, es presumible que la milicia estuviera a la espera de recibir cañones del modelo apropiado, seguramente de 155 milímetros, así como del adiestramiento técnico indispensable para la praxis del gas. En cuanto al origen de los gases, algunos analistas defienden que España disponía de una suma de bombas e instalación acordes para acondicionarlas en un edificio ubicado en Melilla, siendo Francia el abastecedor preferente, así como de las herramientas y utensilios para la fábrica.

Hay que matizar que en la carta del 31/VIII/1921, a la terminología ‘bombas’ que es el que se adopta, corresponde el de ‘bolas’, como proyectil redondo que representa algo así como luminosidad o luminiscencia. Inversamente, en los comunicados del 2.6/XII/1921 recurre meramente a la palabra ‘gas’, sin aclarar el tipo y es viable que fueran simplemente gases lacrimógenos, vinculados a la categoría de los calificados ‘neutralizantes’ y ‘mortificantes’ .

Pero, ¿por qué estas bombas o proyectiles estaban enmarcadas en gases venenosos o tóxicos, siendo la expresión árabe para conceptuar a estos últimos de assamma? Es de imaginar que podría tratarse de bombas o granadas incendiarias, pero a éstas las harcas las denominaban al-hariga.

O lo que es igual, que arden, queman o arrojan fuego.

“Las derrotas iniciales sufridas por el ejército español de África con significativos números de extintos, indujeron al Alto Mando a decidirse finalmente por este tipo de armas, en las que se manejaron primordialmente el gas mostaza, el fosfeno y la cloropicrina”

De forma, que las propuestas con la denominación antes indicada tenían que ser otras que originaban cierta fluorescencia, aunque distintas a las incendiarias. Amén, que esta irradiación no podía atribuirse a los efectos de una carga explosiva en la bomba o granada, ya que el estallido al provocar un aumento de la temperatura ayuda a la desintegración del agente químico y asola su acción.

Por lo tanto, tenía que tratarse de un gas que causara por sí mismo un rastro fúlgido. Lo que lleva a ponderar que se trataba del fosgeno, que sí puede provocarlo al desperdigar una nuble blanca o amarillenta y ésta es la que las tribus indomables de Abd el-Krim observarían de primerísima mano. El apelativo que la masa de atacantes con fusiles y espingardas le otorgaba a este gas tóxico podría recaer, aunque sin confirmarlo, a lo que los españoles nominaban con la reticencia de bombas de iluminación.

En atención a la categorización que establece la obra editada por el Estado Mayor Central del Ejército en 1924 y que lleva por título “La guerra química: gases de combate”, las bombas de iluminación propiamente hablando, no eran tóxicas, sino que pertenecen a la clase de las señaladas como pirotécnicas.

Claro, que el vocablo ‘iluminación’ que se plantea en algunos escritos militares, obedecería sin más, a una receta consentida sin relación con ningún efecto visual. No obstante, quedaría otra suposición. Me explico: los mecanismos dispuestos para esparcir los agentes químicos de guerra no deben llevar explosivos, porque podrían descomponer el agente en el mismo instante de la detonación. Además, traen una espoleta y el fulminante que es el que aporta la energía capaz para que el recipiente, dentro del cual se encuentra el agente, se rompa y de paso a su consiguiente dispersión.

Sabedor que el fulminante proporciona energía que en el caso de un agente químico, no ha de ser elevada para no alterarlo, por lo que el fulminante que reporta un arma química es necesario modificarlo con relación al que apareja un arma convencional. Y al sopesar que España apenas poseía experiencia alguna en la inercia de las armas químicas, es tolerable que lo que pretendiese es sencillamente cargar la iperita o el fosgeno en el envoltorio donde habitualmente iba el explosivo, sin variar las propiedades del fulminante. De manera, que al alterarse la estabilidad de la iperita o el fosgeno, éstos podrían descomponerse en sustancias que tomasen cierto tono o luminiscencia.

A resultas de todo ello, en algunos extractos consultados existen evidencias de bombas cargadas con trilita que, a su vez, llevaban sustancias tóxicas, mediante una mezcla considerada más eficaz, pero que en realidad lo que producía era la descomposición del gas y la destrucción de los efectos tóxicos.

De lo visto hasta ahora se desprende, que los primeros gases tóxicos que dispusieron las Fuerzas Coloniales en Marruecos eran de procedencia franca. Pero si Francia no tenía impedimento alguno en proveer a España de dicho material bélico, tampoco ocurrió en lo que interesa al personal responsable de manipularlo. Simultáneamente, para excusarse de cualquier imputación, la administración había hecho saber por medio de la prensa que desde que se había firmado la paz, los actores principales resolvieron frenar el uso de gases asfixiantes en los conflictos bélicos futuros.

En resumidas cuentas, Francia lo distribuía bajo cuerda en la complicidad, manifestando abiertamente su rehúso a recurrir a ellos. Quizás, el cargamento venido el 16/VI/1922 a Melilla fuera el mismo que reseña el parte facilitado el 22/V/1922, según el cual, en breve se dispondría “de proyectiles cargados de gases”. Este primer gas llevaría la impronta del fosgeno, que se había convertido en el predilecto por parte de los franceses, quienes lo privilegiaron en sus ensayos químicos por contemplarlo como un gas de combate más virulento que la iperita.

Al igual que el fosgeno, no es descabellado pensar que hubiesen provisto a España de la cloropicrina, aunque podían haberla adquirido de las reservas civiles, dado que este producto químico se destina ampliamente en los campos de cultivo. Sobre todo, como plaguicida para prevenir, destruir, atraer, repeler o combatir cualquier plaga, incluidas las especies indeseadas de plantas o animales.

En consecuencia, quedando en pausa la primera parte de esta disertación, la reglamentación del período referido, puede ayudar a esclarecer que el Tratado de Versalles (28/VI/1919), punto de inflexión referencial, no prohibió el empleo de armas químicas. A sabiendas del alcance que existía en la opinión pública europea tras la ‘Primera Guerra Mundial’, los pactos cuyas cláusulas gozaban de premisas que se encumbraban a otros convenios como los de la Haya de 1899 y 1907, únicamente se refirieron al empleo de gases y, en realidad, la única limitación que envolvía abrazaba el entredicho a Alemania de fabricarlo y comerciarlo.

En lo que respecta al resto de estados europeos que reaccionaron con saña frente a sus enemigos derrotados, el Tratado no surtía de legislación concreta, porque sin más, vedaba a Alemania. No es hasta el Protocolo de Ginebra cuando oficialmente y con el consenso de varias naciones, entre ellas, España, se convino la exclusión de los gases tóxicos y las armas biológicas en conflictos armados, que en nuestros días constituye la piedra angular en las reglas de juego sobre el uso de agentes químicos.

A todo lo cual, mirando a una posición estrictamente legal, o por ilustrarlo de otro modo, desde las implicaciones de la legislación internacional, podría afirmarse que España no estaba procediendo en contra de los Pactos de Versalles, ni del Protocolo de Ginebra que estampó en esa fecha, pero que tan solo refrendó en 1928, cuando por entonces, en el período 1922-1925 recurrió a la amalgama de gases tóxicos en el Rif.

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