En su origen el término ‘adviento’ proveniente del latín ‘adventus’, representaba la primera visita oficial de un personaje significativo con motivo de su recalada al poder o de la toma de posesión del cargo. En el recinto del culto hacía alusión al regreso anual de la divinidad a su templo para encontrarse con sus fieles. Con lo cual, en su acepción original la palabra ‘adviento’ se refiere a una llegada, venida o presencia.
Llevado lo anterior al ámbito cristiano, puede indicarse que la raíz del Tiempo Litúrgico del Adviento es la venida del Señor. Así, con la palabra ‘adventus’ se anhelaba sustancialmente expresar: ‘Dios está aquí, no se ha retirado del mundo, no nos ha dejado solos’. Aunque no lo podemos ver y tocar físicamente como acontece con las realidades sensibles, Él está aquí y viene a visitarnos de múltiples modos. El alcance del vocablo ‘adviento’ abarca también el de ‘visitatio’, que quiere decir simple y conformemente ‘visita’. En esta ocasión me estoy refiriendo a un encuentro de Dios: Él entra en mi vida y quiere dirigirse a mí.
Admitir esta gracia entraña a su vez, reflexionar sobre las acciones de los protagonistas. Inicialmente, Dios viene a nuestro mundo, a nosotros y se hace hombre en Jesucristo Nuestro Señor. Luego, los hombres, mujeres y niños invitados a prepararse para recibir esta visita de Jesús, viene a nosotros y nos moviliza para celebrar la Navidad saliendo a su encuentro. Ahora bien, el que viene es, en realidad, el mismo que ya vino. En definitiva, es la doble venida del Señor que evidencian los Prefacios del Adviento: la primera en la humildad de la carne y la segunda en la gloria. No se trata de un juego de palabras, sino de la misma esencia de la liturgia y del misterio cristiano.
De manera, que toda celebración litúrgica lleva aparejada tres dimensiones: el pasado, en un presente y para un futuro. El Adviento nos ofrece la oportunidad casi material de descubrir la intercalación, una en otra, de estas tres grandezas: Es el tiempo propicio para adentrarnos enteramente en la teología viva de la liturgia, porque el Adviento es el período que, partiendo del hecho ya sucedido de la primera venida, nos emplaza no sólo a la venida última y definitiva, sino igualmente a la venida sacramental en la liturgia, donde se renueva la primera y se anticipa la segunda.
A esta doble venida incumben propiamente dos dimensiones de la espera: la ‘Navidad’ y la ‘Parusía’ que la liturgia del Adviento tiene que formularlas fusionadas, pues es inadecuado presentar una sin la otra. Pero en el curso de los cuatro Domingos de Adviento, se van suscitando un creciente paso de realce puesta en la segunda y definitiva venida al final de los tiempos.
Obviamente, es importante no soslayar estas acentuaciones para respetar el compás propio de este tiempo litúrgico y su máxima pedagógica o, mejor dicho, mistagógica. Pues nos hace inaugurar con la esperanza de lo eterno y definitivo, con el fin que es lo último en el cumplimiento y lo primero en la intención.
Desde este prisma se nos apremia a reorientar nuestra vida en función del contexto de tiempo intermedio, del “ya pero todavía no”, que conjetura un discernimiento del carácter efímera del mundo y de nuestra condición de peregrinos, este sería el matiz de la conversión en Adviento.
Por tanto, este intervalo impregnado de belleza espiritual nos transporta al fundamento de la certeza en la espera: la venida de Jesús en la plenitud de los tiempos, la Encarnación, cuya expresión o natividad estamos dispuestos a celebrar. De hecho, la Liturgia de la Palabra de los Domingos de Adviento preside este proceso por cuanto el Santo Evangelio del I Domingo es escatológico; el II y III hacen referencia al precursor y en el IV se proclaman los hechos que han preparado la venida del Señor.
Llegados a este punto, el Adviento nos invita a esperar su venida definitiva al fin de los tiempos y a disponernos para celebrar su primera venida al nacer en Belén, con el deleite de saber que Él viene a nuestros corazones.
De ahí, que el Calendario Litúrgico nos exponga literalmente: “La espiritualidad del Adviento encamina a los cristianos a profundizar la perspectiva escatológica de la vida, a la vez que prepara a la Iglesia para conmemorar la venida histórica del Redentor, celebrada en cada Navidad. El primer aspecto señalado, con su carácter de fuerte llamada a vivir vigilantes y a prepararse siempre, se destaca más claramente en los primeros días del Tiempo de Adviento, mientras que la consideración de los acontecimientos históricos que rodearon el nacimiento de Jesús quedan reservados para los últimos días, las llamadas ferias fuertes de Adviento. El trasfondo de este tiempo es el de la esperanza y la alegría cristiana”.
Una primera visión general que brota de las palabras anteriores es la exhortación al inmenso regocijo, ya que viene el Señor Jesús, que es el Mesías y el Salvador de los hombres. Es el momento de una espera gozosa, porque el Señor viene a salvarnos y a colmarnos de paz con su presencia.
Como nos dice al pie de la letra el Papa Francisco: “los libros del Antiguo Testamento habían preanunciado la alegría de la salvación, que se volvería en los tiempos mesiánicos… El evangelio, donde deslumbra gloriosa la Cruz de Cristo, invita insistentemente a la alegría. Bastan algunos ejemplos: ¡Alégrate!, es el saludo del ángel a María. La visita de María a Isabel hace que Juan salte de alegría en el seno de su madre. En su canto, María proclama: Mi espíritu se estremece de alegría en Dios, mi salvador”.
“Al iniciarse un nuevo Año Litúrgico con la entrada del Tiempo de Adviento, no encaminamos a una etapa colmada de gracias y dones infinitos que nos ayudará a madurar en nuestra vida cristiana”
Si bien, para llegar a experimentar esta satisfacción interior es preciso obrar una conversión recóndita e imprescindible: abandonar la tristeza y el retraimiento para dar paso a la alegría que procede de Dios.
No cabe duda, que el entramado del mundo actual, con su múltiple y abrumadora, y digamos que cargante oferta de consumo, es un abatimiento individualista que surge del corazón placentero y mezquino, de la búsqueda enfermiza de comodidades superficiales y de la conciencia aislada. Cuando la vida interior se enclaustra en los intereses personales, ya no existe espacio para los demás y mucho menos para los pobres. Es inverosímil escuchar la voz de Dios, porque ya no se paladea la dulce alegría de su amor, al igual que no late el frenesí por hacer el bien. Los creyentes también corren ese riesgo, cierto y endémico.
Y ante esta amenaza indiscutible, las lecturas de Adviento nos muestran el reporte gozoso de que el evangelio colma el corazón y la vida de los que se encuentran con Jesús. Es más, quiénes se dejan salvar por Él, son rescatados del pecado, como de la angustia, el vacío interior o del ostracismo de la vida eterna. Con Jesucristo siempre existirá la oportunidad para que aparezca y resurja la alegría.
Con estas connotaciones iniciales, en el lenguaje cristiano la palabra ‘Adviento’ hace referencia a la venida definitiva del Señor, a la Parusía. Pero al tomar cuerpo en la liturgia las celebraciones de la ‘Navidad’ y la ‘Epifanía’, se vio la oportunidad de consagrar unas semanas de preparación a estas fiestas.
He aquí el Adviento con una doble significación: la ‘preparación para la Navidad’ y la ‘preparación para la venida última’. Ambas se entretejen en los textos litúrgicos y nutren la espera del creyente.
Asimismo, el Tiempo de Adviento tiene una doble vertiente: es la ocasión propicia de preparación para las solemnidades de Navidad en las que se evoca la primera venida del Hijo de Dios a los hombres, y a la vez el transcurso favorable en el que por esta evocación, se dirigen las mentes hacia la expectación de la segunda venida de Cristo al fin de los tiempos. Por estas dos finalidades, el Adviento se nos revela como un tiempo de expectación misericordiosa y piadosa.
Los himnos litúrgicos que exhiben el carácter distinto de las Horas, o de cada una de las fiestas, con más luminosidad que las otras partes del Oficio, igualmente se hacen eco de la venida del Señor. Y es que, asentados al principio de la celebración, evidencian y dan significación a cada uno de los componentes que más tarde se pronunciarán. Estos himnos instruyen a la asamblea orante para que se ponga en la actitud de espera ante la venida inminente del Señor.
Nos hallamos en la antesala de la venida del Señor y nos disponemos a la Navidad como acontecimiento de salvación. Este porte de optimismo viene encarnado en la Liturgia del Adviento en tres personajes o figuras: Isaías, Juan el Bautista y la Virgen María. En definitiva, el hombre del siglo XXI precisa de patrones de identificación más que de teorías y doctrinas. Estos protagonistas pueden ayudar al creyente para conservarlo en una actitud de espera permanente. El prefacio II de Adviento sintetiza lo que define a cada uno de ellos: “A quien todos los profetas anunciaron, la Virgen esperó con inefable amor de Madre, Juan lo proclamó ya próximo y señaló después entre los hombres”.
Primero, Isaías, un profeta que anuncia a viva voz al Salvador. Durante el Adviento el hombre piadoso entra en contacto con el profeta Isaías, tanto en la liturgia eucarística como en la liturgia de las horas. Por antonomasia, es el profeta de la espera, la liberación y del ansia absoluta de Dios, porque nos hace partícipes de la dicha del Reino de Dios que se materializará por el Príncipe de la Paz.
Dios es el Santo y el anhelado, porque interviene en la historia de los hombres. Por eso este profeta es para los cristianos un modelo de espera en la venida del Señor: por su mensaje y ejemplo de vida. Si el cristiano atiende a la predicación de Isaías y entra en comunión con él, no es para fraguar un retrato mimético. El creyente comprende que el Mesías ha venido y ha instaurado entre nosotros el Reino de Dios, pero dicho Reino no se ha establecido en plenitud, aún se constatan asperezas humanas que no difunden este Reino desde su autenticidad.
Cristo ha nacido en la máxima humildad y ha puesto su morada entre nosotros, nos ha salvado, pero este rescate está en crecimiento hasta que llegue a su integridad. Al poner las palabras del profeta en los labios de la comunidad eclesial, la Iglesia se siente continuadora del pueblo de Israel e intensifica su certidumbre en el Señor Jesús, Señor de vivos y muertos y Señor de la historia de salvación de cada hombre.
El creyente actual junto a los que nos han precedido a lo largo de los tiempos, pone en su boca las palabras de Isaías durante el Tiempo de Adviento, con la premisa de aguardar el día de la Parusía, para que se haga manifiesto el deseo de un Reino de Dios que alcance a todos los hombres.
Segundo, Juan lo pregonó ya muy próximo. Si la lectura del profeta Isaías es abundante en el Tiempo de Adviento y cotidiana en la Liturgia de las Horas, la disposición de Juan el Bautista es considerable. El retrato del Bautista está ensamblado al de Cristo. Cada año y durante este período entrañable, la Iglesia nos exhorta a la conversión y a preparar los senderos del Señor por medio de Juan. Como Juan, la Iglesia y sus fieles tienen el deber de no impedir el paso de la luz con la Palabra y de dar testimonio de ella.
La esposa, la Iglesia, ha de ceder el puesto al Esposo, Jesucristo. Ella es la evidencia y se conforta en quien testimonia. Papel complejo el estar presente ante el mundo o los que estaban listos para matarlo, sin renunciar al martirio, como Juan, sin promover una institución en vez de impulsar la persona de Cristo. Para que el anuncio de la Buena Nueva sea efectivo, el Precursor hace una invocación al desierto, recinto donde se han gestado en la fe los profetas y lugar de donde él mismo ha salido.
Ni que decir tiene, que los textos que lo acompañan son dos lecturas patrísticas. La primera expone con clarividencia el mensaje contundente de Juan: preparar el camino del Señor. En cambio, la segunda, declara sin paliativos que el Bautista es una voz momentánea, y como tal, es un llamamiento irrevocable para que la Palabra de Dios alcance su grandeza.
Sobraría mencionar en estas líneas, que el mensaje de Juan se hace plegaria en numerosas oraciones donde se pide asistencia en la debilidad y pureza de espíritu para predisponer el camino a la venida de Cristo.
Y tercero, la Virgen María supo esperar con admirable amor de Madre. Las celebraciones eucarísticas, pero, sobre todo, la Liturgia de las Horas, destilan copiosamente textos marianos. La Madre del Señor emerge como el paradigma de espera y vigilancia ante la próxima venida de su hijo.
Como dice textualmente Pablo VI, “la Liturgia del Adviento, uniendo la espera mesiánica y la espera del glorioso retorno de Cristo al admirable recuerdo de la Madre, presenta un feliz equilibrio cultual, que puede ser tomado como norma para impedir toda tendencia a separar, como ha ocurrido a veces en algunas formas de piedad popular, el culto a la Virgen de su necesario punto de referencia: Cristo. Resulta así que este período, como han observado los especialistas de la Liturgia, debe ser considerado como un tiempo particularmente apto para el culto a la Madre del Señor”.
Las palabras mencionadas anteriormente pueden ser instructoras a la hora de canalizar el recogimiento mariano. Contemplación que ha de tener en cuenta la Biblia y la Liturgia, haciéndose esfuerzos por recuperar el fervor mariano, aunque en ocasiones se haya redimensionado al sentimentalismo y romanticismo, es preciso tener presente esta antigua tradición en la Iglesia como es la devoción a la Virgen.
Incluso la festividad de la Inmaculada Concepción, inmersa en el mismo centro del Tiempo de Adviento, está interrelacionada con la llegada cercana del Señor. María, concebida sin mancha de pecado, es ejemplo de la nueva humanidad que se muestra en el mundo con el nacimiento de Cristo. En los himnos se revela a la Madre del Señor como la Virgen del Adviento, la tierra se envuelve de nueva luz porque el Señor se ha encarnado en las entrañas de María. Ella es la llena de gracia, la Virgen María, nuestra esperanza, la madre de todos los hombres.
¡Dominus veniet! ¡Dios viene! Esta breve aclamación abre de par en par las puertas del Tiempo de Adviento y tintinea fundamentalmente a lo largo de estas semanas y después, durante el resto del Año Litúrgico. ¡Dios viene! No se trata meramente de que Dios haya retornado de algo del pasado; ni tampoco es una simple noticia de que Dios aparecerá en un futuro que podría no tener excesivo alcance para nuestro hoy y ahora. ¡Dios viene! Me refiero a una acción en movimiento continuo, porque está presta a acontecer, sucede en este momento y persistirá conforme avance el tiempo.
El Adviento nos mueve a ser conscientes de esta realidad y proceder de acuerdo con ella: “Ya es hora de que despertéis del sueño”, “está siempre despiertos”, “lo que a vosotros os digo, a todos lo digo”. ¡Velad! Son apelaciones derivadas de la Sagrada Escritura que nos recapitulan estas constantes venidas: ‘adventus’ del Señor. No ayer, como tampoco mañana, sino hoy, ahora. Dios no permanece en el cielo indiferente e impasible con cada uno de nosotros, porque Él es el Dios que viene.
Para los Padres de la Iglesia, la venida de Dios imperecedera y por decirlo de algún modo, connatural con su mismo ser, converge en las dos principales venidas de Cristo: primero, la de su encarnación y, segundo, la de su vuelta gloriosa al fin de la historia. El Tiempo de Adviento se desenvuelve entre estos dos extremos. En los primeros días se acentúa la espera de la última venida del Señor al final de los tiempos. Y conforme se aproxima la natividad, va abriéndose el sendero a la reminiscencia del suceso en mayúsculas de Belén. Por estos dos precedentes, el Adviento se nos ofrece como una etapa de expectación piadosa y alegre.
“Este intervalo del Adviento impregnado de belleza espiritual, nos transporta al fundamento de la certeza en la espera: la venida de Jesús en la plenitud de los tiempos, la Encarnación, cuya expresión o natividad estamos dispuestos a celebrar”
El Prefacio I de Adviento compendia este doble fundamento: “Al venir por vez primera en la humanidad de nuestra carne, realizó el plan de redención trazado desde antiguo y nos abrió el camino de la salvación; para que cuando venga de nuevo en la majestad de su gloria, revelando así la plenitud de su obra, podamos recibir los bienes prometidos que ahora, en vigilante espera, confiamos alcanzar”.
Como ya se ha subrayado, un indicativo esencial del Adviento es la espera, pero una espera que el Señor viene a transformar en esperanza. La experiencia nos desenmascara que nos pasamos la vida esperando.
No obstante, cuando estas esperanzas se plasman aparentemente o asimismo zozobran, observamos que esto realmente no lo era todo. Estamos faltos de una verdadera esperanza que vaya más allá de lo que podríamos sospechar. Así, valga la redundancia, aunque constan esperanzas más o menos insignificantes que nos satisfacen los sueños, sin esta gran esperanza, la que resulta del amor que el Espíritu Santo ha puesto en el corazón y ansía ese amor, todas las demás no bastan.
Nuestro tiempo actual posee un sentido que no es caduco, porque el Mesías, aguardado durante siglos, nace en un pesebre en Belén junto a María y José. Y con la ayuda de los ángeles le esperamos con imperecedera expectación. Al manifestarse Cristo, el Niño Dios, entre nosotros, nos ofrece el don de su amor y de su salvación.
Para los cristianos la esperanza que por activa y pasiva se ha repetido en esta exposición, está vivificada por un convencimiento común: el Señor se hace presente a lo largo de nuestra vida. Él nos precede y un día enjugará las lágrimas de nuestro rostro. Y en esa jornada, no demasiado distante, todo encontrará su cumplimiento en el Reino de Dios. Por lo tanto, el Tiempo de Adviento nos reemplaza al cielo nuevo de la esperanza que ni mucho menos nos defrauda, porque está edificada en la Palabra de Dios.
El Adviento es un espacio de presencia y espera en lo eterno, un tiempo de exultación íntima que nada puede excluir: “Os volveré a ver, promete Jesús a sus discípulos, y se os alegrará el corazón y nadie os quitará vuestra alegría”. El gozo en el instante de la espera es una expresión cristiana que vemos concretada en la Santísima Virgen. Ella, desde el momento de la Anunciación, “esperó con inefable amor de madre” la llegada de su Hijo, Jesucristo.
Por eso, María, nos orienta a esperar la venida del Señor, al mismo tiempo que nos predisponemos interiormente para ese encuentro, con el empeño de obrar con el corazón un Belén que ensalza a la Sagrada Familia de Nazaret.
En consecuencia, al iniciarse un nuevo Año Litúrgico con la entrada del Tiempo de Adviento, no encaminamos a una etapa colmada de gracias y dones infinitos, que nos ayudará a madurar en nuestra vida cristiana, como en el encuentro con el Señor y el servicio a los hermanos. En otras palabras: estar vigilantes ante la inminencia de la venida del Señor.
Por ello, hemos de estar prestos, porque no sabemos cuándo sucederá y ese momento coincide con la historia de salvación que Dios ha dispuesto para cada uno de nosotros. Los primeros cristianos vivían en esta espera ardiente de la venida del Señor: ¡Maranatha!, que significa ‘el Señor viene’, era el grito y la oración habitual en sus labios: ¡Ven, Señor Jesús!
Cada Adviento es nuevo y la Iglesia pone al cristiano en estado vital de esperanza: debe esperar, emparentado al Antiguo Testamento, la irrupción de la liberación de parte de Dios, Nuestro Padre. La espera del creyente es en el fondo la esperanza en un encuentro definitivo con Dios. He aquí la dimensión escatológica de la fe, en cuanto al encuentro con Dios, es la sustancia de lo que aguardamos en la humilde grandeza humanizada en Dios hecho hombre.
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