Carmen no navegó durante dos semanas desde Gibraltar soñando con hacerle jurar al absolutista Fernando VII la Constitución de Cádiz de 1812; ni desembarcó en Almería dispuesta a dar la vida por la libertad; ni sintió la traición de algún chivato, el desasosiego y la frustración de ser apresada y no conseguir el apoyo popular; ni aquel 24 de agosto de 1824 fue fusilada junto a sus compañeros a las afueras de la ciudad, sin juicio, de rodillas y por la espalda, vistiendo la casaca colorada del uniforme de la marina británica.
Ni siquiera había nacido cuando, en 1943, para no ofender ni contrariar al dictador Francisco Franco, que visitaría la ciudad para entregar unas viviendas sociales, desmontaron el monumento dedicado a los Mártires de la Libertad que estaba en la Plaza Vieja y sacaron los restos que allí descansaban y que habían estado dando tumbos por la ciudad desde que en 1837 construyesen un modesto cenotafio para honrarlos en el cementerio de Belén.
Carmen vivió, como el resto de los almerienses, sin conocer qué había pasado con los huesos de aquellos hombres que dieron su vida por la libertad, la justicia y la democracia; ni por qué las piedras del monumento original, construido en 1864 en Puerta Purchena, iban desapareciendo poco a poco sin que nadie se preocupase de reconstruirlo, como prometieron, en la Plaza de Pavía.
Viajó por el mundo, formó una familia, trabajó de maestra y en la Biblioteca del Círculo Mercantil, sin prestar mucha atención a la construcción por iniciativa popular, en 1988, del actual monumento, el Pingurucho para todos los vecinos, que disfrutamos en la Plaza de la Constitución, la del Ayuntamiento, la de la Plaza Vieja.
Carmen, de gran sensibilidad artística, a la que le encantaba pintar, no sabía que tras jubilarse escribiría su primer libro sobre la larga construcción del Teatro Cervantes de Almería, al que le seguiría «El Colorao no es rojo», donde rescata esta historia, y con el que nos ha dado una lección que no deberíamos olvidar, pero que olvidaremos.
Se marcó el objetivo de encontrar los restos perdidos para honrar el gesto y la gesta de estos hombres y devolverlos al lugar de donde nunca debieron salir. Fue al cementerio y nombró uno por uno a todos los asesinados sin encontrarlos, hasta que se le ocurrió que por Mártires de la Libertad podrían aparecer. Olvidados en uno de los callejones del camposanto, en un nicho que llevaba años sin encalar, aparecieron. Lo adecentó, le puso una modesta plaquita para recordarlos y cada año, mientras los políticos celebraban con el boato acostumbrado el homenaje a los mártires y planeaban volver a desmontar el monumento y cortar el Bosque que lo rodea, ella y un grupo de simpatizantes los visitaban en el cementerio de San José para llevarle un modesto ramo de flores.
Carmen intentó explicarle al antiguo alcalde de Almería que retirar el monumento era un gran error y que habría que aprovechar el bicentenario de su ejecución para honrarlos. Obcecado en su idea ilegal e inmoral de dejar una plaza diáfana, como pensó Vicente Navarro Gay ante la visita del Caudillo, ni siquiera se dignó a recibirla.
Movió cielo y tierra, busco apoyos, se sumó a varias asociaciones culturales y ambientales de la ciudad, y denunciaron la tropelía, el acto de despotismo, que finalmente la Justicia paralizó.
Preside la Asociación Para la Conmemoración del Bicentenario de los Coloraos, y después de tanto esfuerzo, trabajo y lucha, asistió hace unos días a la exhumación de los restos de estos héroes y, a expensas de la prueba definitiva del Carbono 14, la constatación de que las astillas y huesos fragmentados pertenecen a 22 varones.
La alcaldesa, que defendió la ilegalidad que pertrechó su antecesor, el que la puso a dedo cuando dejó el ayuntamiento para servir en un palacio, presume del nuevo diseño de la Plaza Vieja, con el Bosque de ficus que judicialmente le han prohibido cortar, y anunciando que los restos volverán al Pingurucho.
Carmen no lo sabe, pero con su constancia ha dignificado, no solo a aquellos mártires, sino también a los libros, a los escritores autopublicados, a los investigadores que nos recuerdan de dónde venimos, a la participación ciudadana y, por supuesto, a la justicia y libertad.
Con humildad dirá que el mérito no es solo suyo, que sin la ayuda de mucha gente no se hubiese conseguido jamás. Y tiene razón, pero no podemos negar que este triunfo le pertenece más que a nadie. Espero que el día que los restos conviertan el monumento en cenotafio, los hipócritas y soberbios políticos no posen para la foto, y que junto al recuerdo de los mártires que dieron su vida por nosotros, se coloque una placa que diga: A doña Carmen Ravassa por su incansable lucha por la libertad.
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