NO caben dudas de que los ánimos están caldeados. Quién convence a alguien que está durmiendo a la intemperie en el Gurugú de que las cosas se pueden hacer de otra manera. Para los cientos de inmigrantes subsaharianos que aguardan la oportunidad de pisar lo que para ellos es un mundo lleno de posibilidades, la valla de Melilla es su único reto. Sus sueños tienen que escapar de la desilusión de ver cómo su estancia a las puertas de Occidente se prolonga por las redadas marroquíes y la vigilancia de la Guardia Civil. Puede que el frío y el hambre acumulados durante meses les lleven a entrar en la ciudad en un estado de agitación que roza la catarsis. Ayer un grupo de 150 inmigrantes asaltó la valla y al menos 50 consiguieron entrar en la ciudad. Ocurrió a las seis de la mañana, por el tramo de la doble alambrada que discurre frente al aeropuerto. Media Melilla se enteró del asalto porque los inmigrantes en su huida se dejaron ver por el barrio de la Victoria, entraron en casas particulares y en centros escolares. De los subsaharianos que consiguieron entrar, 27 fueron atendidos con traumatismos leves y uno ha sido hospitalizado con ambas muñecas rotas. En el otro lado de la balanza hay dos guardias civiles heridos. A uno le golpearon con un objeto metálico en la muñeca y la espalda. El otro presentaba contusiones en una mano y un pie. ¿Quién convence a sus familias de que sus vidas no corren peligro? ¿Quién tranquiliza a las esposas que ven cómo sus maridos salen a trabajar y regresan magullados? El drama de la inmigración está haciendo estragos de un lado y del otro. Los agentes de la Benemérita están para hacer cumplir la ley, pero el deber cumplido a veces, lleva palos. Y los palos duelen. Si Europa no pone de su parte y asimila la presión migratoria de Melilla como propia, un día de estos tendremos que escribir sobre una tragedia aún mayor.