Uno de los indicativos que sirve para comprobar el nivel de desarrollo de una sociedad es la calidad de su Justicia. Es imposible que un país alcance la prosperidad sin unos jueces que respeten y hagan respetar escrupulosamente la ley y que al mismo tiempo tengan a su disposición medios personales y técnicos que hagan posible ese trabajo.
En el ámbito económico, no es viable iniciar con seguridad una aventura empresarial en un país sin garantías judiciales. En el campo político, no es recomendable un estado en el que los representantes de los ciudadanos puedan eludir la acción de la justicia. Y desde un punto de vista social, no es posible tratar de construir una estructura sólida, equilibrada y perdurable sin un sistema judicial que la sustente.
El objetivo que anunció ayer en Melilla el ministro de Justicia, Alberto Ruiz Gallardón, es el mismo que a lo largo de las diferentes legislaturas han venido persiguiendo sin demasiado éxito sus antecesores. Prueba de ese fracaso es la situación en la que se encuentran los juzgados y la percepción que de la justicia tienen los ciudadanos. El ministro promete “trabajo y esfuerzo” y no se atreve a garantizar resultados porque a la dificultad de su empresa hay que sumar el delicado momento económico que atraviesa el país. Cuando Gallardón termine la ronda de visitas por las distintas sedes judiciales llegará a una conclusión evidente que se puede alcanzar con sólo hablar con un par de agentes judiciales, uno o dos oficiales, algunos secretarios y un puñado de jueces: La Administración de Justicia necesita incrementar considerablemente los medios personales, los funcionarios tienen que mejorar sus conocimientos técnicos para adaptarse a las nuevas tecnologías, es necesario crear más juzgados y dotarlos de personal, hace falta adecuar las infraestructuras, hacerlas más eficaces y modernizar los medios técnicos... En definitiva, la Justicia española necesita lo que hoy por hoy el ministro Gallardón no le puede dar: Más dinero.