Soy aficionado a leer Historia. Lo digo porque no quiero que se entienda que soy pretencioso al emitir juicios que, desde luego, solo deberían adquirir valor si tuvieran naturaleza académica. Subrayo desde luego, de la misma manera que una académica como M.R. de Madariaga, sentencia con un “por supuesto” prologando una tesis doctoral (Ver prólogo de “La sociedad rifeña frente al Protectorado español de Marruecos” de Mimun Aziza).
Mi falta de formación especializada o, si prefieren, académica, no me impide dar una opinión personal que se ha formado después de la lectura de distintos autores y de alguna revisión historiográfica que tienen el reconocimiento científico suficiente.
Mi interés por los sucesos del derrumbamiento de la Comandancia General de Melilla en el verano de 1921 va más allá de esta afición a la Historia a pesar de la trascendencia política y por tanto histórica, que aquellos tuvieron sobre la España alfonsina y prerrepublicana. Y si me apuran, también sobre nuestra guerra civil. Me mueve más y me conmueve sinceramente la injusticia por la desmemoria inflingida a los miles de españoles y a un buen número de rifeños, sacrificados de forma cruel en muchos casos. Fueron, como los califica Rafael Martinez Simancas en su estupenda novela “Doce balas de cañón”, precisamente eso “carne de cañón”, o si lo prefieren, mártires, como reza la placa en memoria de dos soldados en el pequeño pueblo de Jimera de Líbar en la sierra de Ronda que le pone nombre a la calle principal: “Martires de Igueriben”.
Pretendo, como digo al principio, dar mi opinión sobre dos cuestiones que me rondan. La primera se refiere a las causas de la derrota en cuanto a la consideración de cuál fue la realmente determinante, dando por supuesto que fueron múltiples los factores y circunstancias que llevaron a aquel desastre. La segunda cuestión, que es preocupante como la gripe en una persona de noventa años, es el sectarismo, o si prefieren endulzarlo, la ideología impedimentaria de algunos historiadores.
Los hechos resumidos dicen que en el comienzo del verano del año 1921, una parte importante del ejercito Español compuesto por 16.000 nacionales y 4.000 indígenas, sobrepasaba los límites de su capacidad de despliege sobre el terreno, coincidiendo con el río Kebir o Amekran en la cabila de Tensaman, cerca de cabo Quilates, amenazando a los nunca sometidos por nación alguna, rifeños de Beni Urriagel. Aquellos soldados llegaron a constituir un frente de más de ochenta kilómetros en una línea quebrada, sobre un territorio montañoso, muy complicado para el desenvolvimiento de las tropas, soportando en esas fechas temperaturas límites y con el culo (retaguardia diría un militar) al aire, seriamente amenazado a través de un vasto territorio que los alejaba más de cien quilómetros de la Comandancia General de Melilla. Unas cien posiciones colocadas como en un despropósito.
Los datos, fríos como el hielo, dicen que tres cuartas partes, 12.000 de ellos, fueron muertos. El resto heridos, prisioneros y los menos huidos a Melilla o a la zona francesa del protectorado marroquí. La historiografía detalla con bastante precisión como murieron. Este dato es especialmente sobrecogedor, debido a que un buen número fue masacrado sin armas en las manos y no pocos asesinados tras una rendición pactada y previa la entrega del armamento. Muchos de sus cuerpos estuvieron meses insepultos en las mismas posiciones y blocaos, quedando momificados por la sequedad del clima. Muchos de ellos siguen enterrados baja una superficial capa de tierra, dispersos, sin tumbas, a los pies de Igueriben y de otros enclaves. Si hoy se visita la paz y la belleza de esas tierras, sabiendo qué fue lo que allí pasó, no debe extrañarse si le invade un sentimiento raro. Alguien puede creer que responde al intento de los espíritus de aquellos soldados muertos que todavía, noventa años después, no han conseguido reivindicarse. Otros no creerán esto. Pero, oiga, la sensación seguro que le llega.
Entrando en el análisis de las causas que desencadenaron tan relevante derrota del Ejercito Español y si hacemos abstracción de los méritos del enemigo rifeño, aparecen múltiples motivos que, en muchos casos, interactúan en la consecución del resultado final. Destacamos solo los de mayor relevancia, observando que obedecen a dos grupos diferentes. Unas razones son de índole política, fundamentalmente la impopularidad de esa guerra percibida por el pueblo español. Esto condicionaba una actitud rácana, en todos los órdenes, de los dirigentes políticos y, de rebote, determinó el empleo de las tropas peninsulares y la forma en que se ejecutaban las acciones de guerra. Al mismo tiempo, la acción política, como se denominaba al intento de adhesión de las cabilas por medios civiles o pacíficos, se basó en la compra y pensionamiento de muchas familias que, a la postre, o no dio resultado o condujo precisamente al opuesto del deseado, armando a los afectos que defectaron y aumentando la inquina de los no mantenidos. El otro grupo responde a cuestiones estrictamente militares y resulta diverso. Si destacamos los más comentados, nos encontramos con el desprestigio de las unidades peninsulares para el rifeño, consecuencia de su separación de la primera línea de combate. El inadecuado uso de las tropas de Regulares y fuerzas de Policía por distintos motivos que iban desde el origen de la recluta hasta el desempeño de funciones contrarias para las que se crearon. La deficiente preparación y entrenamiento del soldado, al que además se equipaba por debajo de las necesidades operativas. La conciencia generalizada en la tropa de no entender los motivos de España. La oficialidad y los jefes de las unidades no estuvieron, en muchos casos, a la altura de las circunstancias. Por no estar, ni tan siquiera estaban con sus unidades cuando se desencadenaron los hechos y, por último, la estrategia de avance y despliege llevada a cabo de manera muy personal por el comandante general que se reveló a todas luces inadecuada.
La última de estas razones, es decir, el fracaso completo de métodos y procedimientos de los planes de operaciones, de la estrategia militar en suma, creo que se hubiera bastado por sí sola, aún faltándole el apoyo de las razones restantes, para provocar los mismos resultados. Los rifeños de Abdelkrim se toparon en Tensaman con un ejército desbaratado e inoperante antes de entrar en combate directo. Visite el territorio, sitúese en Igueriben o en Annual, tras la adquisición necesaria de los datos históricos, y posiblemente opine como yo.
No puedo cuestionar, por simple ignorancia y falta de elementos de juicio, la capacidad militar del Comandante General, pero si él (que en gloria esté) me permite, con algo de socarronería, le recomendaría para los efectos, la lectura de un librito interesante. Vamos a obviar el tiempo, dado que se editó en 2010. Se titula “La otra guerra de Africa. Cólera y conflicto internacional en la olvidada expedición militar de Francia a Marruecos en 1859” de F.J. Martínez Antonio, historiador de la Medicina, del Instituto de Historia del Centro de Ciencias Humanas y Sociales del CSIC. Narra las operaciones militares de un cuerpo de ejercito, similar en número al de Silvestre y que operó en un territorio de las mismas características orográficas y de paisanaje. Era cercano a Beni Urriagel, los Beni Snasen. El ejercito fue sometido a durísimas circunstancias agravadas por una terrible epidemia de cólera que los diezmó. Sin descubrir novedades relevantes en operaciones militares, describe detalladamente como actúa y se mueve una columna militar para conseguir sus objetivos con prevención del éxito necesario. Seguro que esto ya lo sabía Silvestre. ¿Qué pasó entonces?. Aún sin que me lo permitan voy a enjuiciar ahora, siendo como es atrevida la ignorancia que sin pudor me adjudico. Fue el Factor Humano. Me refiero claro está al del mando. Ese factor humano tan determinante en incontables sucesos históricos. El mismo factor humano que llevó a Cortés a la conquista del imperio Azteca con un grupo ridículo de hombres, arrastró al general Fernández Silvestre a la muerte y al sacrificio de tantos hombres inocentes.
Por último una referencia concisa y vuelvo a enjuiciar, refiriéndome a la carga ideológica que lastra a un número nada despreciable de historiadores académicos, en el sentido principal de la palabra academia. El sectarismo, tanto nacionalista como político, convierte de hecho a la Historia en un relato para adictos, por muy doctorado que sea el investigador.