La pasada semana escribía, en este espacio, acerca de la previsibilidad de determinadas actuaciones humanas, para bien o para mal. No parece discutible que existen actuaciones de los hombres orientadas al bien y otras orientadas al mal.
El Santo Padre, el Papa Francisco, a quien profeso el máximo de los respetos, viene insistiendo hace tiempo en la necesidad de eliminar las armas para acabar con las guerras. Me sorprende profundamente este planteamiento, porque la razón de ser y el origen de los conflictos, en mi modesta opinión, no se encuentran en la existencia de las piedras ni los palos, ni por asimilación a unas y otros, en la de las armas. Yo creo que el origen de los conflictos se encuentra en el corazón de los hombres. En su codicia, en su malicia, en su perversidad. En resumidas cuentas, en la existencia del mal. Y es que el mal existe.
Cuando, como consecuencia de la existencia de ese mal, la paz resulta alterada y se desvanece de la vida de los hombres, se puede optar por convivir con el mal y someterse a la voluntad del maligno, con las inevitables consecuencias para la seguridad y la paz de los más vulnerables o se puede optar por derrotar al maligno restableciendo un estado de paz, prosperidad y justicia en el que todos, los más fuertes y los más vulnerables puedan convivir en unas mínimas condiciones de equidad y de justicia.
Si se opta por arrebatar al malicioso o al codicioso los resortes del poder de los que se ha hecho dueño de manera percibida como ilegítima, ilegal o prevaliéndose de la fuerza, no cabe más opción que contraponer a esa fuerza otra de proporciones semejantes o ligeramente superiores que garantice el restablecimiento de la paz dañada.
Los dos conflictos que se encuentran abiertos en nuestro entorno más inmediato y que más invocan nuestra atención, aunque no sean, lamentablemente, los únicos de cuya existencia tengamos constancia evidente, son los de Ucrania y Gaza. Los orígenes de ambos conflictos se prolongan en el tiempo, pero tienen causas inmediatas que es conveniente recordar. El primero de ellos, el de Ucrania, las encuentra en la invasión injustificada y brutal de Ucrania por parte de las Fuerzas Armadas rusas el 24 de febrero de 2022. El segundo, el de Gaza, en el ataque terrorista que se cometió por parte de Hamas el pasado 7 de octubre vulnerando la frontera internacional de Israel y ocasionando en pocas horas unas 1200 víctimas mortales israelíes y aprehendiendo unos 240 rehenes civiles, de los que, al parecer, aún retiene unos 160 con vida.
A partir de ambas actuaciones, el desencadenamiento abierto de las hostilidades se acompaña de todo tipo de narrativas y versiones sobre extralimitaciones en el uso de la fuerza por uno y otro lado o la manipulación de los datos por una y otra parte para acercar la opinión pública internacional a la simpatía con la causa propia y la aversión hacia la del contrario. Panorama común a todos los conflictos sobre el que conviene mantenerse prevenido si se quiere analizar y juzgar la situación de una manera equilibrada y desapasionada que permita adoptar decisiones más ajustadas al fin perseguido que no debería ser otro más que el restablecimiento de la paz o, cuando menos, el de las condiciones previas al desencadenamiento último del conflicto, para restablecer un clima en el que se pueda acometer la resolución de problemas latentes de forma pacífica.
Se hace para ello necesario disponer de la fuerza suficiente que permita revocar las actuaciones que han dado comienzo a los conflictos y que nos permitan retornar a la situación previa a los mismos, desde las cuales acometer la resolución de desencuentro por métodos pacíficos. Cuando dichas actuaciones han sido de carácter armado, sólo las armas proporcionan esa fuerza semejante o ligeramente superior a la empleada por el que ha dado lugar al conflicto. Lamentablemente, no existe otro procedimiento, aunque desde hace unas décadas, tampoco demasiadas, las naciones de cuyo entorno formamos parte han preferido rendir culto a lo que denominamos disuasión, es decir a la disposición de la fuerza suficiente y a la credibilidad de emplearla frente al que asuma el riesgo de utilizarla contra nosotros que, idealmente, haga innecesaria el uso de la misma. Para ello son precisas, igualmente, armas que nos permitan “disuadir” a eventuales adversarios de utilizar las suyas contra nosotros.
Esta semana, concretamente ayer sábado, día 6 de enero, hemos celebrado la Pascua Militar, como tradicionalmente se viene celebrando, de manera no ininterrumpida, en esa fecha, desde 1783, cuando Carlos III estableció que, anualmente, se conmemorase el inicio del asalto al castillo de San Felipe de Mahón, el 6 de enero de 1782, que tuvo como consecuencia final, un mes más tarde, la recuperación de la isla de Menorca para la Corona española, de manos de los británicos que la ocupaban desde el Tratado de Utrecht de 1713, en el marco de la Guerra de Sucesión española (1701-1715). Su Majestad el Rey, Jefe Supremo de las Fuerzas Armadas, y en su nombre los Jefes de las Regiones Militares y Comandancias Generales, felicitan a los miembros de las Fuerzas Armadas, agradeciéndoles su servicio a la nación, con el empleo de las armas, ejemplificado en aquella recuperación de Menorca de manos británicas hace más de dos siglos, pero mantenido a lo largo del tiempo y renovado cotidianamente.
Nuestras Fuerzas Armadas, las de España, así como las de nuestros países aliados, tanto en la Organización del Tratado del Atlántico Norte como de la Unión Europea, entrenan cotidianamente y mantienen con ello un alto grado de operatividad con los recursos que la nación pone a su disposición, al objeto de mantener un elevado grado de disuasión que no haga necesario su empleo porque el que pretenda causarnos algún mal valore nuestra fuerza y opte por no asumir el riesgo de ponerla a prueba. Muchos de los recursos que forman parte de esa fuerza son, precisamente, armas. Armas para la paz.