Durante el primer del presente año realizado en el Congreso de los Diputados el pasado 24 de enero, en el que comparecía el presidente del Gobierno para informar del Consejo Europeo celebrado los días 20 y 21 de octubre y del celebrado el día 15 de diciembre de 2022, así como de las medidas adoptadas por el Gobierno para hacer frente a las consecuencias económicas y sociales de la guerra en Ucrania, se produjo, en su turno, la intervención del portavoz del Grupo Parlamentario Socialista, el señor Patxi López Álvarez.
En la última parte de su intervención en la que hizo una glosa de los presuntos logros del gobierno, llamado de coalición, se dirigió a los diputados del Grupo Parlamentario Popular con las siguientes palabras: “Vamos a ver si se enteran de una vez. No hay Gobierno ni Estado ni Dios que pueda decidir sobre el cuerpo y la vida de las mujeres (protestas.— Aplausos de las señoras y los señores diputados del Grupo Parlamentario Socialista, puestos en pie.—Aplausos de las señoras y los señores diputados del Grupo Parlamentario Confederal de Unidas Podemos-En Comú Podem-Galicia en Común, algunos puestos en pie.—Aplausos de los miembros del Gobierno, algunos puestos en pie.—Continúan los aplausos mientras el orador está en el uso de la palabra), solo ellas, porque cada una es soberana de sí misma.”
La sola referencia enfática al nombre de Dios (utilizado en vano) produjo el arrebato y el frenesí de la generalidad de los diputados de la izquierda, que, por alguna razón atávica, que se esconde en sus subconscientes, encuentran en esta manera de pretender ofender al adversario político, en lo que consideran lo más íntimo de sus creencias, una satisfacción y un placer particulares.
El artículo 16 de nuestra Constitución consagra el principio de libertad ideológica, religiosa y de culto de los individuos y de las comunidades y en su apartado 3 establece que “ninguna confesión tendrá carácter estatal” y que “los poderes públicos tendrán en cuenta las creencias religiosas de la sociedad española y mantendrán las consiguientes relaciones de cooperación con la Iglesia Católica y las demás confesiones.”
Estos días, nos hemos sobrecogido con el brutal asesinato registrado en Algeciras en la persona de un sacristán de la Iglesia Católica y la agresión grave a un sacerdote por presuntas motivaciones de odio hacia la religión cristiana.
También, aunque menos divulgado por los medios de comunicación españoles, el pasado miércoles, 11 de enero, un grupo terrorista asaltó una mezquita de la comunidad musulmana ahmadí en Burkina Faso y asesinó a nueve fieles en un ataque no provocado y a sangre fría. Esta comunidad musulmana, de origen paquistaní, que practica una interpretación pacífica y pacifista del islam, tiene una sede en la localidad cordobesa de Pedro Abad y es objeto de persecución religiosa en países de mayoría musulmana.
Hemos de tener en cuenta que, en el ámbito de las diferentes interpretaciones de las creencias religiosas, se producen, en ocasiones, determinadas derivas sociales indeseadas que, mediante el desprecio y la minusvaloración de aquello que no se comparte, conducen a la estigmatización de determinadas creencias que acaban produciendo efectos indeseables, como los violentos que citamos, que, al producirse, no alcanzamos a comprender.
Existe, sin embargo, en la cara opuesta a la estigmatización, es decir del desprecio a la que creencia que no se comparte, el fenómeno de la victimización, según la cual, los practicantes de una determinada creencia, sin que existan motivos objetivos para ello, se sienten desplazados o minusvalorados y culpan al resto de la sociedad o al “sistema” de esta presunta e inexistente minusvaloración. Ambas caras de la misma moneda deberían ser puestas en cuarentena por los líderes políticos y sociales y prevenirse contra sus negativas consecuencias.
En Melilla, afortunadamente, podemos sentirnos orgullosos de poder presentar ante la sociedad española y ante la internacional un modelo de convivencia ínter cultural e ínter religiosa que, con limitadas excepciones muy menores, posibilita la convivencia amigable y respetuosa entre practicantes de diferentes creencias religiosas.
Las creencias religiosas no son buenas ni malas en sí mismas. Las hace buenas o malas la aportación que para una sana convivencia aportan sus practicantes.
En una reciente experiencia parlamentaria internacional, mantenía una amigable conversación con diputados socialistas españoles y portugueses sobre las manifestaciones religiosas y me trasladaban que, en su opinión, todas las personas tenían derecho a tener sus creencias religiosas, pero que la expresión pública de las mismas en lugares en los que se sabía que había no creyentes les parecía una falta de respeto. En mi opinión, esa percepción constituye una reversión del artículo 16 de nuestra Constitución. Según esa reversión, el que ejerce un derecho, ofende al que presencia, sin compartirlo, el ejercicio de ese derecho. Hay un cierto riesgo de deriva autoritaria en esta percepción del fenómeno religioso, sobre el que, a mi juicio y dicho con todos los respetos, deberían reflexionar.
Concluyo estas líneas, haciendo uso de mi libertad de expresión y del derecho fundamental que me concede el artículo 16 de la Constitución, para compartir con los lectores una famosa oración de San Francisco de Asís, aplicable a la vida ordinaria de cada ciudadano con independencia de su creencia religiosa. Dice así:
Señor, haz de mí un instrumento de tu paz.
Que donde haya odio, lleve yo el amor;
donde haya ofensa, lleve yo el perdón;
donde haya discordia, lleve yo la unión;
donde haya duda, lleve yo la fe;
donde haya error, lleve yo la verdad;
donde haya desesperación, lleve yo la esperanza;
donde haya tristeza, lleve yo la alegría;
donde haya tinieblas, lleve yo la luz;
Maestro, haz que yo busque más consolar que ser consolado;
más comprender que ser comprendido;
más amar que ser amado.
Porque es dando como se recibe;
es perdonando como se obtiene el perdón;
y es muriendo como se vive para la vida eterna. Amén.
Los responsables políticos, de acuerdo con nuestra Constitución, deberíamos tener en cuenta y tratar con respeto algo fundamental de todos nuestros ciudadanos: sus creencias.