El pasado jueves, como consecuencia de un intercambio de pareceres en relación con el desarrollo de una actividad parlamentaria, uno de los representantes de una de las formaciones políticas con representación en el Congreso de los Diputados, diferente a la mía, se dirigió a mí calificándose a sí mismo como mi adversario político, incluso para las políticas que él denominó de Estado, como lo es la de Defensa. Pretendía poner con ello de manifiesto su contrariedad porque no alcanzásemos un punto de acuerdo sobre matices de una actividad concreta.
Un día más tarde, el viernes, otra responsable política, en este caso, del Gobierno de la Ciudad Autónoma de Melilla, pretendió, públicamente, condicionar mi sentido de voto en el Congreso de los Diputados en relación con la contrarreforma laboral acordada por Gobierno, sindicatos UGT y CCOO y Confederación Española de Organizaciones Empresariales, manifestando que, si no votaba a favor de dicho acuerdo, mostraría falta de sensibilidad con la clase trabajadora en general y con la melillense en particular. Como quiera que yo no comparta ese punto de vista y crea que la contrarreforma es perjudicial para el mantenimiento de la capacidad de creación de empleo y de supervivencia de las pequeñas empresas, mi punto de vista queda automáticamente deslegitimado y se sitúa en contra de los intereses de la clase trabajadora, porque ella lo diga.
Son, a mi modo de ver, dos ejemplos de una percepción de la actividad política alejada del servicio a los intereses generales de la sociedad a la que servimos y víctima de la ofuscación por no ser capaces de imponer un criterio concreto, al precio que sea. Para ello se recurre a descalificaciones o a lo que antiguamente se calificaba como “enormidades”.
Del “que no, que no, que no nos representan, que no” al “le exijo el decoro y el respeto debido a los ciudadanos a los que representamos” existe el tránsito de un político desde su condición de aspirante a ocupar un puesto en el Congreso de los Diputados a la de ese mismo político investido de la condición de Vicepresidente 2º del Gobierno. Ambas frases, contradictorias, fueron pronunciadas por D. Pablo Iglesias Turrión en dos momentos distintos de su devenir político.
Se dice que la calidad del debate que se da hoy en la actividad política en España se distingue por ser el de más bajo nivel en los ya más de cuarenta años desde la promulgación de la Constitución de 1978. No sé si eso es absolutamente cierto, pero de lo que no cabe duda es de que, como toda organización social, estamos obligados a la búsqueda de la mejora y al examen de conciencia permanente.
Es necesario huir de la práctica de la actuación política como la de una actividad tóxica basada en la descalificación mutua y destructiva de aquellos que se identifican a sí mismos como adversarios políticos. Es preciso asumir que la política, la real, la efectiva, es una disciplina social que debe perseguir la satisfacción de los intereses generales sobre la base del contraste de pareceres, no siempre coincidentes (más bien, casi nunca coincidentes) para identificar los puntos de encuentro más o menos aceptables para todos. Se ha de huir, por lo tanto, de las imposiciones autoritarias y de las anulaciones de las voluntades y las propuestas de los que no piensan como uno, especialmente como el que ejerce la titularidad de la mayoría. El punto de vista de la mayoría, como humano, nunca es infalible y mucho menos indiscutible. La democracia es el gobierno de las mayorías en beneficio de todos, cuyas percepciones, por tanto, hay que escuchar y considerar.
Parecemos empeñados, por el contrario, en mi opinión por incapacidad para encontrar los argumentos adecuados para justificar nuestras propuestas, en promocionar el sentido de lo trágico, el estímulo de las angustias de los ciudadanos en situación de dificultad, dejando aparcados en ocasiones muchos de nuestros escrúpulos, o incluso renunciando a ellos.
Da la impresión de que lo que no se base en la descalificación o en la agresión verbal, carece de firmeza o de contundencia. “Hay que ser más cañero” se suele decir. No comparto ese punto de vista. Creo que la firmeza y la contundencia de los argumentos nunca están reñidos con la corrección en el trato y con la buena educación. Creo, más bien al contrario, que las faltas de respeto y las salidas de tono personales esconden, en realidad, una incapacidad para encontrar y exponer los argumentos con firmeza y con contundencia, recurriendo para ello a la descalificación, la deslegitimación o la ridiculización del otro. Vamos, lo que se viene llamando dando un “zasca”.
Desde la sobriedad y la llamada a la convivencia y a la concordia inspiradas por el cristianismo, me permito compartir un texto del Apóstol San Pablo en su carta a los filipenses en el que les lanzaba la siguiente orientación: “Manteneos unánimes y concordes, con un mismo amor y un mismo sentir. No obréis por rivalidad ni por ostentación, dejaos guiar por la humildad y considerad siempre superiores a los demás. No os encerréis en vuestros intereses, sino buscad todos el interés de los demás”. (Flp. 2, 3-4). No es preciso ser estrictamente cristiano para incorporar al bagaje personal de uno o de una sociedad los principios de una doctrina, o de una creencia si se quiere, que pueden ser beneficiosos para la convivencia general.
Nadie, en este mundo plagado de imperfecciones y de deficiencias, es propietario, con carácter exclusivo, de la verdad absoluta. Los gobernantes tampoco.
No escaparemos de este ambiente de alboroto y de guirigay hasta que no dejemos de contemplar la política como una plataforma desde la cual, al precio que sea, dar satisfacción a nuestros intereses personales o a nuestras formas exclusivas de percibir la realidad y no desarrollemos, todos, nuestra capacidad de considerar la política como servicio.