En pleno siglo XXI, es incuestionable que una sociedad manipulada jamás progresará y si los poderes que la someten no corrigen su futuro, constantemente será deficitaria. El influjo de los medios, el culto a la personalidad o la manipulación del entorno que subyace, hacen que esa perspectiva se convierta en una rémora al avance y al entendimiento sin trabas. Estas serían a groso modo, las líneas introductorias de la punta del iceberg que atenazan a la República Popular Democrática de Corea, llamada comúnmente, Corea del Norte, para diferenciarla de la República de Corea de Sur.
Y es que, inmediatamente al fallecimiento de su padre en 2011, Kim Jong-un (1984-37 años) se erigió en el caudillo de Corea de Norte y prosigue representando al país como una dictadura dictatorial pura y dura de partido único. Aunque se observa cierta evolución en los mercados informales y privados consentidos por la Administración, cada uno de los semblantes de la vida cotidiana están rigurosamente limitados y conducidos por el Gobierno Central.
Por lo tanto, no constan libertades civiles, acompañándole la libertad de expresión, asociación o reunión y no se consiente la disidencia. Al mismo tiempo, no existen vías de comunicación independientes, así como independencia judicial o libertad religiosa. Sin inmiscuir, que los agentes y las Fuerzas de Seguridad son causantes de efectuar excesos generalizados contra los derechos humanos que ocultan capturas ilegales, desapariciones impuestas, persecuciones y tratos severos a los presos, fundamentalmente, en los campamentos para prisioneros políticos donde se incurren en hambrunas y otras barbaries.
Y, por si fuera poco a lo preliminarmente expuesto, los desplazamientos fuera del territorio están estrictamente inspeccionados, así como la comunicación con el universo exterior. A pesar de los cuantiosos informes y resoluciones de Naciones Unidas que reprenden los arduos atropellos de los derechos humanos incurridos por Corea del Norte, su Dirección, sencillamente relega las conclusiones y rehúsa la cooperación.
Ni que decir tiene, que el fondo de las injusticias contra los derechos humanos que, a diestro y siniestro, permanecen perpetrándose, ha dado origen a una compleja trama de responsabilidades cómplices, en la que en algunos sucesos las víctimas de abusos se convierten en culpables; mientras que los ejecutores también pueden ser víctimas de graves violaciones de los derechos humanos.
Al mismo tiempo, los quebrantamientos materializados durante décadas, son latentemente tan innumerables, que ningún sistema judicial puede encargarse de la cantidad de episodios aparecidos. Luego, es imprescindible que un futuro tribunal introduzca prioridades al comenzar un proceso penal, agrupando las energías en aquellos que aglutinan mayor servidumbre.
Conjuntamente, la naturaleza extensiva y persistente de los crímenes que se han consumado, suscita un reto en sí mismo. Tales transgresiones demandan investigaciones dificultosas, y éstas no pueden implementarse sin los recursos materiales y humanos adecuados. Dichas circunstancias forman el talón de Aquiles de una realidad irresoluta difícil de encarar.
Con estos mimbres, el estado más septentrional de los dos en que se fracciona la Península Coreana, esta es Corea del Norte, se abre paso sumergida a la sombra de tres singularidades manifiestas: primero, la concurrencia de un sistema político opresivo entre los más retraídos, incomunicados y represores del mundo, encabezado por una rama de líderes punzantes; segundo, la amplificación de programas de armas nucleares y de misiles y, tercero, el surgimiento de hambrunas recurrentes.
Sin lugar a dudas, nos hallamos ante uno de los últimos casos en los que cabe referirse a un sistema intransigente e intolerante, con algunas de sus leyes y costumbres que se escapan de lo que es legítimo, y en los que se sigue prohibiendo el acceso al país más hermético del mundo, como al relator especial de la ONU, pese a los múltiples informes recibidos sobre detenciones arbitrarias y violencia de género.
De esta manera, concurrimos a un control dominante de las parcelas de la sociedad por parte del estado; un levantamiento a favor del régimen y sustentado desde él; una incondicional privación no ya de oposición, sino de disidencia o de grupos que muestran unas mínimas incompatibilidades con el Gobierno, y un fuerte corpus ideológico, que instala en la autosuficiencia el empeño del sistema.
A todo ello hay que ensamblar la efectividad de un protagonismo acaparador, que se emprende con el precursor de Corea del Norte, Kim II Sung (1912-1994), inmortalizado en la figura de Kim Jong II (1941-2011) y que, de no cambiar las piezas de este puzle, se prolongará en el tiempo con Kim Jong-un, hijo menor del difunto.
En este aspecto, basta recapitular cómo King II Sung, luce el título de ‘Presidente Eterno’, mientras que no resulta extraño hallar reseñas a King Jong II como ‘el querido líder’, apelativos que, más allá de deducir su celebridad en terminaciones del personalismo que se les encomiendan, no dejan de conmemorar las menciones específicas de Mao Tse-Tung (1893-1976) como el ‘Gran Timonel’ o Deng Xiaoping (1904-1997), como el ‘Pequeño Timonel’.
“Este es el espectro que se cierne en una reliquia totalitaria y atomizada, donde físicamente no impera un área pública ni privada que se complazca de un mínimo de libertad, al no existir una vía de escape de expresión individual o colectiva”
Y es que, las similitudes en lo que hace a la configuración del sistema político entre la República Popular China y Corea del Norte son infalibles: al menos en la práctica, una y otra, son repúblicas populares con una modalidad de economía fraguada y sin propiedad privada. Además, en ambas, el principal responsable político concentra la potestad del poder ejecutivo y la presidencia de la comisión militar central, donde los dictámenes se encauzan con el principio del centralismo democrático.
Unos paralelismos que se eclipsan cuando se considera el procedimiento de reforma y apertura, al menos en lo que corresponde al matiz económico, embalado hace unas décadas por el gigante asiático y que igualmente no se ha aferrado en la contigua Corea del Norte, en la que la inquietud de los líderes por el sostenimiento del régimen en el poder y el recelo a que cualquier modificación pudiera ponerlo en jaque, da la sensación de haberlo espoleado a la dinámica del inmovilismo.
Junto a las impugnaciones por la conservación del régimen procedentes del exterior, la familia Kim parece ser resistente y remisa ante la probabilidad que otras inclinaciones o tendencias entre las élites norcoreanas pretendieran desposeerla. Para ser más preciso en lo fundamentado, para Kim Jong II, tuvo que ser especialmente notorio esa inseguridad en los últimos años de su vida, desde que en 2008 surgieran los ecos acerca de sus complicaciones de salud.
En aquellos trechos, en su persona asimiló temer de manera determinada que varios mecanismos en el interior del partido o del ejército, llegaran a la deducción que daba síntomas de fragilidad, no dirigiendo el régimen con la misma mano severa e inexorable, y como conclusión, era irremisible reemplazarlo.
Curiosamente, hoy por hoy, el mariscal de la República Popular Democrática o el sustituto del régimen kimista, ha ganado enteros en la certidumbre, experiencia y supremacía a lo largo de los diez años en la cúpula del Estado.
Posiblemente, esa fue una de las efervescencias que se encubren detrás de la obstinación de la actitud norcoreana, en el escenario de las operaciones para el desarme de los programas nuclear y de armas nucleares de Corea del Norte, como del afán de ésta por hacer exhibiciones de fuerza.
El otro gran paso para la defensa del régimen y desde el enfoque de los dirigentes norcoreanos para la seguridad de Corea del Norte, valga la redundancia, retratando la seguridad nacional, proviene del exterior.
Esa es la tesis con la que Kim Jong-un argumenta insistentemente su repulsa a renunciar a sus programas nuclear y de armas nucleares, una grandilocuencia que adquiriría su punto destacado cuando la Gestión de George W. Bush (1946-75 años), en su discurso del Estado de la Unión el 29/I/2002 para describir a los regímenes que apoyan el terrorismo, hizo hincapié en el ‘eje del mal’ que lo constituían la República Islámica de Irán, la República de Irak y Corea del Norte, decidiendo intervenir en la ‘Guerra de Irak’ (20-III-2003/15-XII-2011).
A todo lo cual, el régimen norcoreano no diferiría demasiado en refutar que si uno de los tres componentes del denominado ‘eje del mal’ había sido acometido con un conflicto bélico, los otros dos harían bien en estar dispuestos para protegerse ante cualquier eventualidad o repulsa. Por lo que sus guiones armamentísticos enarbolaban el menester disuasorio perfectamente manifiesto.
Sin embargo, las lógicas de seguridad no eran las únicas que han inducido a Corea del Norte a no dar el brazo a torcer en el desenvolvimiento de armas nucleares. Parece innegable que por motivos de influencia nacional, en tantas ocasiones coligadas a la expansión del arma nuclear, e incluso por incitaciones de signo económico, han desempeñado un papel nada desdeñable.
En esta vertiente, para indagar en las raíces de los esfuerzos por operar con armas nucleares, es necesario retroceder hasta la ‘Guerra de Corea’ (25-VI-1950/27-VII-1953), donde la coyuntura que su contendiente computara con estas capacidades y ella no, pudo convertirse en el caldo de cultivo perfecto para esta aspiración. Una ambición que vería sus primeras auras en la década de los sesenta, considerándose el preámbulo del programa nuclear norcoreano.
De este modo, cuando el 16/X/1964 China hizo su primera explosión de prueba nuclear, Kim II Sung, no titubeó un instante en solicitarle a Mao que transfiriese a Corea del Norte su tecnología nuclear.
Como quiera que la contestación que extraería Kim II Sung, tanto en aquel momento como una década más tarde iba a ser contradictoria, el baluarte norcoreano elegiría congregarse en la Unión Soviética.
De principio, Moscú esquivó la cesión de tecnología a Corea del Norte, pero ya en 1977, atemperó su posicionamiento y estaba por la labor de facilitar un reactor experimental que estaba subordinado a las salvaguardias e inspecciones de la Agencia Internacional de la Energía Atómica.
En esta situación, la Administración norcoreana tantearía que la mejor elección sería proseguir en lo subsiguiente con una doble intención de acción: primero, tratar de conseguir reactores de agua ligera que le ratificaran la producción de energía nuclear para manejo civil y, segundo, esforzarse en la creación de un reactor de elaboración propia que les permitiera adquirir plutonio para explotarlo en el tratamiento de armas nucleares.
Tal y como confirmaban los detalles de satélite servidas por fuentes de la inteligencia estadounidense, se contemplaba la presencia de un reactor en plena construcción para marzo de 1984, probando que Corea del Norte había logrado abordar su proyecto nuclear.
Comparaciones sucesivas desenmascararon que maniobraba con uranio natural y grafito, sustancias con las que actualmente cuenta Corea del Norte. Toda vez, que no se desprendía que tuviera voluntad de procesar armas nucleares de la simple existencia del reactor. Pero, dos años después, sí se reconoció tal hipótesis en que se hallaba montando una planta de reprocesamiento que habilitaría la obtención de plutonio.
“Es incuestionable, que una sociedad manipulada, jamás progresará y si los poderes que la someten no corrigen su futuro, constantemente será deficitaria”. Este es el caso de Corea del Norte”
Asimismo, para 1988, era irrebatible que Corea del Norte se había dedicado en el montaje de otro reactor, si acaso, superando con creces en dimensión al anterior, y que a posteriori pretendía respaldarlo, interponiendo el razonamiento de confeccionar energía eléctrica.
Unos años atrás, en 1985, la Unión Soviética determinó definitivamente por suministrar a Corea del Norte cuatro reactores de peculiaridades parecidas al de Chernóbil. Teniendo en cuenta que la entrega no se originó como resultado de la creciente decadencia de la economía soviética. En tanto, Moscú puso como condición que los norcoreanos refrendaran el ‘Tratado de No Proliferación’; un tema que la República Popular Democrática de Corea plasmó ese mismo año, aunque sin ratificar el acuerdo de salvaguardias, algo que parecía pronosticar que tenía en camino un programa nuclear no declarado.
En los años consecutivos, mientras Estados Unidos no cejaba en su ahínco de advertir a la Comunidad Internacional acerca de las ocupaciones nucleares norcoreanas e indagar el sostén de China, la Unión Soviética, el Estado del Japón y Corea del Sur para forzar a Corea del Norte que rubricara el acuerdo de salvaguardias y acatara sus deberes en el marco de la Agencia Internacional de la Energía Atómica, finalmente, terminaría firmando el acuerdo, al tiempo que presionaba en el carácter civil de sus previsiones nucleares.
No obstante, en Washington seguía prevaleciendo el pleno convencimiento que Corea del Norte encubría un programa clandestino de armas nucleares, contando con plutonio suficiente como para la producción de diversas armas de este tipo.
Y ante el ultimátum, tuvo la entereza de comunicar su predisposición a desatender el ‘Tratado de No Proliferación’.
En resumidas cuentas, el tono se rebajaría cuando se consiguiera el llamado ‘Acuerdo Marco’, que admitía la liquidación y posterior desarme por parte de Corea del Norte de su programa nuclear, incluyéndose los dos reactores de 50 y 200 MW que aún aparecían en construcción: el reactor original de 5 MW y la planta de reprocesamiento. Paralelamente y en virtud del pacto, Estados Unidos, proveería a Corea con dos reactores de agua ligera que suplieran a los de grafito que iban a ser desmantelados.
La ganancia de estos reactores era que proporcionarían a Corea del Norte generar energía eléctrica, pero no estaban cualificados para la obtención de plutonio valedero para objetivos militares. La alianza desembocó en el establecimiento de la ‘Organización para el Desarrollo Energético Coreano’ en 1995, constituida por Estados Unidos, Japón, Corea del Sur y la Unión Europea, que aparejaba como función resolver la inversión de los dos reactores de agua ligera.
Pero, el inconveniente residía en que Corea del Norte que había adquirido los dos reactores, consiguió prolongar una cierta ambigüedad sobre sus programas nucleares en los que proseguiría actuando.
Así, no resulta chocante que para 2002 y por más que Kim Jong II lo eludiera, emergieran nuevamente los recelos que Corea del Norte operaba con un programa nuclear de uranio enriquecido y un programa de armas nucleares, interponiéndose una carrera armamentística.
En los lapsos venideros, Corea del Norte haría efectivo su desafío de años atrás de desechar el ‘Tratado de No Proliferación’, instando a Estados Unidos que subscribiera con ella un compromiso de no agresión, presionando con ello en la condición disuasoria de un programa de armas nucleares que explícitamente no contradecía.
A resultas de todo ello, no vacilaba en acreditarlo, insinuando en la acción militar perpetrada en Irak y al detalle de que ésta se fraguó tras la inserción del Estado del Golfo en el ‘eje del mal’, en el que de igual forma estaba envuelta Corea del Norte.
En los años subsiguientes, pese a los impulsos para acometer la dificultad, habría un momento para constatar los peores augurios de los observadores internacionales, al afirmar que Kim Jong II podía predisponer de hasta ocho armas nucleares. Recuérdese al respecto, que el Estado del Nordeste asiático procedería en 2006 y 2009, respectivamente, a probar un arma nuclear, con muchísima más fuerza la potencia del artefacto en el segundo, que en el primero.
Concluyentemente, Corea del Norte acabó admitiendo que, en efecto, como se había sostenido desde la Casa Blanca, acomodaba un programa nuclear de uranio enriquecido. Amén, que los ojos contemporáneos fueros testigos de llegar pacíficamente a la renuncia de sus programas de armas nucleares.
Ya, en la década de los noventa, los desvelos versaron en torno al ‘Acuerdo Marco’, y en esta posibilidad las expectativas contornearon en las ‘Conversaciones a Seis Partes’, en las que concurrirían junto a Estados Unidos y Corea del Norte, Japón, Corea del Sur, la Federación Rusa y China, actor anfitrión y facilitador de las interlocuciones planteadas.
Este proceso de ‘Conversaciones a Seis Partes’, aun con las promesas que causó de la mano del pacto obtenido en 2005, distinguiendo un envite conjunto por la desnuclearización ejecutable de la Península Coreana, con el señuelo norcoreano de dejar sus programas nucleares y regresar al ‘Tratado de No Proliferación’, o la determinación de cerrar y deshabilitar irreversiblemente sus infraestructuras nucleares, acabaría en un fiasco rotundo después que Kim Jong II, en réplica al surgimiento de otras disconformidades con Estados Unidos, dejase la mesa de negociación en 2009, sin que las aplicaciones por volver a las conversaciones tuviesen éxito alguno.
Unas sutilezas nucleares cuya entidad es más alarmante, por cuanto Corea del Norte dispone de programas de misiles de crucero de corto, medio y largo alcance, en un alarde de fortalecer la capacidad de combate de su ejército.
Además, los lanzamientos culminan un período febril en los que no se ha cuestionado en comunicar sus enseñanzas y la tecnología tanto en la disciplina nuclear, como de misiles a terceros estados, como fórmula para cosechar recursos económicos. Ejemplo de ello son las transferencias en materia de misiles a la República Islámica de Pakistán, o a la República Árabe de Egipto e Irán, o la edificación de un reactor en la República Árabe Siria que acabaría aniquilado por las fuerzas israelíes en 2007.
Queda claro, que allende a la búsqueda de seguridad o reputación que hayan podido inducir en precisos momentos las mejoras nucleares norcoreanas, tales modalidades han servido de herramienta convenientemente esgrimida por sus asesores para ganar poderío y tiempo en las negociaciones internacionales, con miras a beneficiarse de ayudas y asistencias de índoles económicas.
Una contribución que diríamos, parece terriblemente desamparada y de cuyo positivismo cabría cuanto menos que trepidar. Porque, el régimen norcoreano consagra más de un tercio de los medios económicos de que dispone a sus programas militares, sin que se dé la más mínima seña de interesarle la elevada proporción de la ciudadanía al borde de la extenuación. Y, en contraste, las élites, parecen dar con la tecla en el que especular y encarecer los alimentos lucrándose con ello, además de encaramar los precios hasta cotas impensables y empeorar el curso de los más indefensos: la población.
En consecuencia, las pretensiones nucleares de Corea del Norte han multiplicado las incógnitas desde que se incrustara al ‘Tratado de No Proliferación de Armas Nucleares’ en 1985, constituyendo una amenaza en toda regla y no desdeñable para la seguridad regional y global.
Se sospecha que lleva reuniendo plutonio desde 1986, sobre todo, con la artimaña de su Central Nuclear de Yongbyon, principal emplazamiento bélico, precisándose, que para 1992 la instalación de extracción habría separado hasta diez kilogramos de plutonio.
Este es el espectro que se cierne en una reliquia totalitaria y atomizada, como la República Popular Democrática de Corea, donde físicamente no impera un área pública ni privada que se complazca de un mínimo de libertad, al no existir una vía de escape de expresión individual o colectiva.