El pasado viernes tuvo lugar en Salamanca la Conferencia de Presidentes Autonómicos presidida por Su Majestad el Rey. La agenda era, a decir de algunos de los convocados, poco ambiciosa e inadecuada para el alto foro de debate constituido por los más altos representantes del Estado en cada uno de las 17 Comunidades Autónomas y las dos Ciudades Autónomas.
La noticia más relevante de la concentración no fue, no obstante, la agenda de la reunión o el orden del día de ésta. Se iba a hablar, incluso, de la probable o presunta distribución de los Fondos de Recuperación, Transformación y Resiliencia por parte del Estado en beneficio de sus diferentes Comunidades Autónomas y el procedimiento a seguir para obtener una proporción satisfactoria de los mismos.
Pero la noticia de la reunión no estaba, ni siquiera, en ese importante aspecto de la misma. Estaba en la ausencia voluntaria y sin excusa protocolaria alguna del presidente de la Comunidad Autónoma de Cataluña, que reclamaba para sí, “porque él lo vale”, una reunión bilateral entre el Presidente del Gobierno de la nación y el de una de sus Comunidades Autónomas, despreciando a los de todas las demás, con los que no debe considerar de su nivel reunirse colectivamente. En esto debe de consistir lo de la España multinivel de la que hemos comenzado a oír hablar en estos días. Que él está en un nivel y los demás en otro o en otros. Y digo otros, porque debe de haber varios. El presidente de la Comunidad Autónoma del País Vasco asistió de manera condicionada a recibir previamente a su asistencia algunas cesiones en materia de impuestos que aumentasen aún más su autonomía recaudatoria en el marco del régimen fiscal especial del que disfruta aquella Comunidad Autónoma.
Lo peor de todo ello es que el Presidente del Gobierno de la Nación ha depositado la subsistencia de su Gobierno, que debería de ser el de todos, aunque cada día es más difícil reconocerlo como tal, en el respaldo de estos grupos independentistas que atraviesan de forma permanente demasiadas líneas de las que anteriormente se consideraban ‘rojas’ hasta para el propio Presidente Sánchez. Al menos en teoría.
Y es que detrás de esta reclamación de bilateralidad se esconde un solapado intento de trocear la soberanía nacional en una acumulación de soberanías autonómicas. Existe una especie de pugilato o competencia soberanista (término acuñado por los partidarios de este troceamiento de la soberanía) para ver quién es el que llega más lejos en este desafío permanente a la soberanía de todos los españoles. Por esta deriva han llegado a la errónea conclusión de que tienen derecho a decidir su futuro en privado, en el más leve de los casos, y a la autodeterminación en el más agravado.
Pues ninguno de esos derechos les asiste. La soberanía no se trocea. De acuerdo con el art. 1.2 de nuestra Constitución, “la soberanía nacional reside en el pueblo español, del que emanan los poderes del Estado.” Y los poderes del Estado son todos los poderes del Estado, incluidos los autonómicos. Quiere esto decir que es del pueblo español, de todo él, del que emanan los poderes de las Comunidades Autónomas. A través de un mecanismo de interpretación sesgada de la Historia, algunos han llegado a la equivocada (en algunos casos lunática) percepción de que el acceso a la Autonomía lo han ganado en alguna especie de logro histórico privativo de las personas originarias de su trozo de territorio o de los correligionarios de una determinada manera de interpretar la realidad histórica o existencial de ese territorio.
Pues no. Es una decisión soberana del pueblo español, de todo él, que, mediante los procesos de toma de decisiones propios de un Estado Social y Democrático de Derecho, como el que consagra nuestra Constitución, decidió con su respaldo mediante referéndum, que “el Estado se organiza territorialmente en municipios, en provincias y en las Comunidades Autónomas que se constituyan” (art. 137 de la Constitución Española).
La plasmación práctica de estas veleidades soberanistas provoca el desasosiego y lo que es peor, el desapego, de muchos ciudadanos por la configuración de nuestro estado autonómico, en el que algunos (o muchos) ven un mecanismo a través del cual se facilita el abuso por parte de los que no contemplan los principios de solidaridad interterritorial establecidos igualmente en nuestra Constitución (art. 2).
No reparan los que experimentan ese desapego por el Estado de las Autonomías en que una hipotética revisión de la Constitución, condicionando este derecho a la autonomía, recogido en el artículo 2, haría necesaria, la revisión de la Constitución en su conjunto abriéndose el proceso para la revisión de otros apartados con los cuales, seguramente, ellos se encuentran razonablemente cómodos. No pongamos el énfasis en la herramienta y velemos por su utilización adecuada. El concepto en el que se apoya el modelo no es el de la fragmentación de la soberanía sino el del acercamiento de la toma de decisiones a los lugares en los que su necesidad se percibe con mayor fuerza.
El Artículo 1 de nuestro Estatuto de Autonomía de Melilla lo recoge de manera precisa, cuando establece que “Melilla, como parte integrante de la Nación española y dentro de su indisoluble unidad, accede a su régimen de autogobierno y goza de autonomía para la gestión de sus intereses y de plena capacidad para el cumplimiento de sus fines, de conformidad con la Constitución, en los términos del presente Estatuto y en el marco de la solidaridad entre todos los territorios de España”.
No es la herramienta pues, sino la falta de lealtad con la que se utiliza, la que nos conduce por senderos que nos alejan del debate sobre los intereses generales y nos retienen demasiado tiempo en el debate sobre los intereses particulares. Somos todos muy necesarios para todos los demás. Aprestémonos pues, todos, a aportar lo mejor de nosotros mismos y a realizar las actuaciones de las que seamos capaces, grandes o pequeñas, pero siempre dentro del espíritu de lealtad y de solidaridad interterritorial y dejemos de estar a vueltas con la soberanía.