Días de espera’, titula nuestra colaboradora Amelia Tortosa su artículo de hoy sobre la situación política en España tras las elecciones generales del 20 de noviembre pasado y la crisis económica que anda determinando la vida de nuestro país desde hace años. Sin entrar en consideraciones sobre un artículo que, sinceramente, no comparto en la mayoría de sus conclusiones, sí creo que estamos sin duda en días de espera y tránsito, pero no sólo hasta el 22 de diciembre, en que Rajoy por fin será investido nuevo presidente del Gobierno central. Creo, como muchos otros, que el largo tránsito lo venimos padeciendo desde que en julio pasado el presidente saliente anunciase que iba a adelantar las elecciones y esperase nada más y nada menos que varios meses hasta su convocatoria formal para el 20N finalmente señalado.
Un tránsito muy largo, que ha hecho un daño notorio a este país, que ha servido para poner nerviosos a los mercados, como se dice ahora, y que sobre todo ha permitido que se disparara aún más las ansias de beneficios de los prestamistas internacionales.
Pura usura que hemos alimentado con una provisionalidad innecesaria que ahora nos va a costar mucho más superar y que pone en un brete aún más difícil el complicado papelón que le ha tocado al nuevo presidente electo de nuestro país.
Rajoy, muy acosado, empieza a ser tratado, inquirido incluso como si ya hubiera tomado posesión, cuando no lo hará hasta dos días antes de la celebración de la Navidad, con un largo período festivo de por medio que, por mucha prisa que se dé, no le permitirá tener todo su Gobierno en marcha y todo el engranaje administrativo a punto o engrasado hasta al menos la segunda quincena de enero.
En ese contexto, qué puede esperar Melilla, hasta qué punto cumplirá Rajoy lo prometido: Esa atención especial que demandamos para compensar nuestras peculiaridades por razones geográficas; nuestra falta de territorio y alta densidad de población; nuestra ausencia de recursos propios y nuestra agotada economía, con un total de casi doce mil parados (mil abajo, mil arriba según estén o no en marcha los Planes de Empleo); y un índice de fracaso escolar y falta de cualificación laboral de nuestros desempleados que sólo augura tensión y desestabilización social si no se pone remedio.
Ayer, ante los micrófonos de Radio Nacional, Juan José Imbroda subrayaba que Rajoy es un hombre de palabra que no promete lo que no va a cumplir. Confiaba por tanto en que incluso los proyectos más ambiciosos, como el de la ampliación del puerto comercial, que exige una inversión propia de casi 400 millones de euros, se puedan llevar finalmente a cabo más pronto que tarde.
La ampliación del puerto, de Melilla misma porque supondrá ganar 50 hectáreas al mar, es un proyecto muy bondadoso desde la perspectiva económica y feo desde la perspectiva medioambiental. Incluso cambiará la faz actual de Melilla en su imponente frente de Levante, coronado ahora en su mayor prestancia por el Túnel de la Florentina.
Pero es un proyecto necesario, con el que nos empujamos a buscar nuevas alternativas económicas y, sobre todo, a aprovechar el tráfico de contenedores que en mayor medida se produce ya por el Mediterráneo, y en cuya captación sigue trabajando la Autoridad Portuaria con la llamada autopista marítima entre los puertos de Sète, Cartagena y Melilla, que ayer se rubricó en nuestra ciudad y que constituye una salida, si no imaginativa, sí acorde a nuestro potencial y la realidad que debemos saber explotar y aprovechar.
Melilla y Ceuta, está claro, no pueden entrar al saco –y permítanme la frase coloquial, que en lo vulgar es también muy descriptiva- ante un nuevo Gobierno con excesivos conflictos que sortear. De ahí que la ‘hoja de ruta’, en cuanto a fechas y estrategias ministeriales a seguir, para que nuestras dos ciudades empiecen a ver respuestas a los quince puntos que conforman su lista de reclamaciones principales ante el Gobierno nacional, sea tan importante como la reunión que mañana mantendrán en Madrid los presidentes de nuestras dos ciudades.
Podemos seguir la línea pesimista y derrotista del Partido Socialista, que no para de anunciar recortes sociales e incluso viene dando por hecho que Rajoy no podrá lograr lo que ha resultado imposible para Zapatero.
Podemos, en fin, regodearnos en el catastrofismo y la angustia, en la penalidad y la maldición a la que, al parecer, los socialistas quieren que nos resignemos, bajo el argumento de que su nefasta política ha sido causa de una crisis internacional y unas imposiciones de los mercados contra las que Rajoy tampoco podrá hacer nada. Podemos, repito, hundirnos o, por el contrario, confiar y sobre todo esperar a que el nuevo Gobierno se constituya y comience a tomar decisiones, antes de juzgarlo y culparlo por lo que aún no ha hecho ni tenemos constancia certera de que vaya a hacer.
Salir de la crisis nos va a costar a todos, ya nos está costando, pero es preciso arrimar el hombro, ser más solidarios y admitir que si es preciso quienes tenemos trabajo deberemos sacrificarnos en beneficio de quienes no lo tienen. Hay que apostar por la solidaridad y también por el valor de la política como única fórmula para resolver problemas sociales. Y en este discurso no hay cabida para el pesimismo ni el derrotismo socialista con que el PSOE quiere justificar su negra etapa de Gobierno.