La mayoría de los juicios que se celebran en nuestra ciudad relacionados con el tráfico de inmigrantes finaliza con una condena tipo de tres años de cárcel
. Ésa es la pena que habitualmente acuerda la Fiscalía con el abogado de los individuos que son sorprendidos por la Guardia Civil cuando transportan ocultos a subsaharianos en algún hueco realizado en vehículos. Si no hay ninguna circunstancia que lo impida, en el mejor de los casos, los condenados por un delito contra los derechos de los ciudadanos extranjeros sólo tienen que cumplir un tercio de la condena para empezar a disfrutar de unos derechos penitenciarios que en la práctica suponen su puesta en libertad tras un año de cárcel.
Sin duda, se trata de una pena muy baja para quien pone en peligro la vida de otra persona a cambio de una cantidad de dinero. El único argumento a su favor es que el inmigrante acepta voluntariamente el riesgo que, si no ocurre una desgracia irreparable, le permitirá entrar en nuestra ciudad de una manera u otra. O bien el conductor cruza los controles sin que el subsahariano sea detectado o bien éste es descubierto. En cualquiera de los casos el destino para el inmigrante siempre es el CETI. Se trata de una acción protagonizada por dos adultos que arriesgan algo a cambio de algo. Uno expone su libertad y el otro su propia vida.
Sin embargo, el hecho ocurrido el pasado lunes a las 23:20 horas en la Estación Marítima sobrepasa a todo lo visto hasta ahora en nuestra ciudad. Esa noche, los agentes de la Policía Nacional que verifican la documentación de los pasajeros que pretenden embarcar en dirección a la península sospecharon de los cuatro ocupantes de un turismo. Las respuestas contradictorias y dubitativas sobre el parentesco que guardaban con una niña de un año que viajaba en el mismo coche les hicieron sospechar. Un observación más meticulosa del pasaporte les permitió descubrir que la fotografía del documento no se correspondía con el rostro de la pequeña.
Este hecho, al margen de la pena que señale el Código Penal, hubiera supuesto un bajo reproche social si la niña realmente guarda algún tipo de parentesco con los ocupantes del vehículo y éstos trataban de llevarla a la península para que disfrutara de una existencia mejor. Sin embargo, lo que clama al cielo y difícilmente puede pasar por alto la Fiscalía a la hora de pactar una pena con los detenidos es que a continuación se produjo el hallazgo de un bebé en medio de los asientos traseros, oculto bajo unas mantas y una bolsa de viaje de grandes dimensiones. Cuando el pequeño, de unos diez meses, fue descubierto por los policías, sudaba abundantemente y mostraba signos de encontrarse en mal estado.
Buscar una justificación para esta última acción y que no choque frontalmente con los más mínimos principios éticos es una misión muy difícil. Y, al contrario que en el caso anterior, se convierte en totalmente inaceptable desde un punto moral si se demuestra que alguno de los adultos que viajaban en el coche era el padre o la madre de ese niño.
Tres años de prisión, que pueden quedar reducidos a sólo uno si se aplican beneficios penitenciarios, es muy poco tiempo de cárcel para que estos cuatro individuos sin corazón recapaciten sobre su monstruosa acción. Podrían haber causado una tragedia si por cualquier circunstancia se retrasa el embarque o si el registro del vehículo impide el rápido rescate del bebé. En comparación con el mal que podrían haber provocado esos cuatro individuos sin entrañas, tres años de prisión no es una condena suficiente, aunque la ley permita a la Fiscalía pactar esa pena con el abogado de la defensa.